Charlie se esforzó por sonreír y Naomi hizo todo lo posible por devolverle la sonrisa. Eso era lo que Charlie había querido evitar: un saludo incómodo y forzado, con el que se reconocía una experiencia y un dolor comunes que nunca podrían olvidar.
– Mira -dijo Olivia. Parecía señalar la fachada de la casa, debajo de la ventana del salón.
Charlie se calzó un par de zapatillas de deporte que había dejado hacía unos días al pie de la escalera y salió. Apoyado contra la fachada había un reloj de sol, un rectángulo plano de piedra gris, de unos ochenta centímetros por setenta. El gnomon era un sólido triángulo de hierro en el que, justo en medio de la base y la punta, había un nodo en forma de cojinete. La leyenda estaba escrita en latín, grabada en letras doradas: Docet umbra. En la parte superior del reloj, en el centro, se veía la mitad de un sol. Sus rayos, inclinados, eran las líneas que representaban las horas y las medias horas. Otra línea -una curva horizontal, que parecía una sonrisa torcida-cortaba esas líneas, atravesando todo el reloj de un extremo a otro.
– Le dije que haría un reloj para su jefe -dijo Naomi-. Y aquí está. Puede quedárselo, es un regalo.
Charlie negó con la cabeza.
– No voy a volver al trabajo durante un tiempo. -«Si es que vuelvo alguna vez» pensó-. Llévelo a la comisaría y pregunte por el inspector jefe Proust…
– No. Lo he traído aquí porque quería dárselo a usted. Para mí es importante -dijo Naomi, tratando de encontrar la mirada de Charlie.
– Gracias -intervino Olivia, con intención-. Es muy amable de su parte.
Charlie estaba convencida de que Olivia estaba siendo educada sólo para que, en comparación, ella pareciera más desagradable.
– Gracias -murmuró Charlie.
Tras un pesado silencio, Naomi dijo:
– Simón Waterhouse me contó que usted no sabía nada sobre Graham mientras estuvo saliendo con él.
– No quiero hablar de eso.
– No debería castigarse por algo que no es culpa suya. Yo lo he hecho durante años y no me ha llevado a ninguna parte.
– Adiós, Naomi. -Charlie se volvió para volver a entrar. Si lo deseaba, Olivia podía meter en casa el maldito reloj. A ella le daba igual. A estas alturas, lo más probable era que Proust se hubiera olvidado de él.
– Espere. ¿Cómo está Robert?
– Sigue igual -contestó Olivia, al ver que Charlie no decía nada-. Intentan hacerle salir del coma, pero hasta ahora no lo han conseguido. Aún tiene ataques epilépticos, aunque son menos frecuentes.
– Si recupera la conciencia tendrá que enfrentarse a un montón de cargos -dijo Charlie-. Por lo que encontramos en los chalets Silver Brae está claro que estaba metido hasta el cuello en el negocio de las despedidas de soltero. Él solía ser el que casi siempre acompañaba a las víctimas y se llevaba la mitad de los beneficios. -Olivia le habría contado todo aquello a Naomi si Charlie no le hubiera dado antes su versión. Había sido ella quien había hablado con Simón; Charlie se había enterado de oídas, pero no quería que Naomi supiera hasta qué punto le había afectado todo el asunto-. A Robert le gustan los sitios anónimos y vulgares, ¿verdad? Las áreas de servicio, el Traveltel, un hospital. Una prisión consigue que un área de servicio te parezca el Ritz.
– Tendrá lo que se merece -dijo Naomi, volviéndose hacia Olivia cuando Charlie se negó a mirarla-. Y Graham y su mujer también.
– A ambos les han denegado la libertad bajo fianza… -dijo Olivia.
– ¡Vale, déjalo ya, por el amor de Dios! -la interrumpió Charlie.
– Simón Waterhouse también me contó que Juliet no habla desde hace varios días -dijo Naomi.
Esta vez Charlie levantó la mirada y asintió con la cabeza. No le gustaba la idea de que Juliet Haworth estuviera sentada en una celda, en silencio. Charlie se habría sentido mejor si hubiera seguido con sus exigencias, provocando a cualquiera que hablara con ella. Juliet también iría a la cárcel por mucho tiempo, quizás tanto como Graham Angilley. Y no le parecía justo.
– ¿Qué es lo que aún no me ha contado? -le preguntó Charlie a Naomi-. Juliet intentó matar a Robert porque descubrió que era cómplice del hombre que la había violado; eso lo sé. Pero lo que sigo sin saber es por qué Robert iniciaba voluntariamente una relación con las mujeres a las que Graham había agredido.
Charlie tenía la sensación de que aún estaba metida en aquella historia, y no le gustaba. Naomi Jenkins había estado jugando con ella desde el principio y no estaba dispuesta a seguir permitiéndoselo.
Naomi frunció el ceño.
– Se lo diré cuando todo haya terminado -dijo-. Porque aún no ha terminado.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Olivia.
Charlie hubiera deseado que su hermana mantuviera la boca cerrada o que, mejor aún, volviera a su casa. Quizás así se acordara de que era una periodista especializada en arte y no una agente de policía.
– En el reloj de sol hay una línea que indica una fecha -dijo Naomi, señalándola con el dedo.
Charlie volvió a mirar la piedra rectangular apoyada contra la fachada.
– El 9 de agosto, el día del cumpleaños de Robert, la sombra del nodo recorrerá esa línea, siguiendo la curva de principio a fin. Eso es el nodo -dijo Naomi, frotando con el pulgar la pequeña esfera metálica.
Charlie empezó a sospechar algo.
– ¿Por qué querría señalar la fecha del cumpleaños de Robert en un reloj de sol y que yo se lo llevara a mi jefe?
– Porque fue entonces cuando empezó todo -repuso Naomi-. El día que nació Robert, el 9 de agosto. Acuérdese de echar un vistazo si es un día soleado.
Naomi se dio la vuelta para irse. Charlie y Olivia la observaron mientras se metía en el coche y se alejaba.
Jueves, 4 de mayo.
Todo va a ir mejor. Yo voy a estar mejor. Un día estaré aquí y seré capaz de respirar con normalidad. Un día tendré valor suficiente para venir aquí sin Yvon. Pronunciaré las palabras «habitación once» en otro contexto -quizás en otro hotel, un hotel de lujo en una maravillosa isla-y no pensaré en esta habitación cuadrada con sus ventanas de doble cristal llenas de rayas y el zócalo roto. Ni en las dos camas individuales adosadas, con sus horribles colchonetas de color naranja, o en este edificio que parece una residencia universitaria cutre o un centro de congresos de tres al cuarto.
Yvon está sentada en el sofá, tirando de las borlas de los cojines, mientras yo miro fijamente el aparcamiento que comparten el Traveltel y el área de servicio de Rawndesley East.
– No la tomes conmigo -digo.
– No lo hago.
– Sé que piensas que estar aquí no me hace ningún bien, pero te equivocas. Necesito que este sitio deje de significar algo para mí. Si no volviera, seguiría atormentándome.
– Con el paso del tiempo dejará de hacerlo -dice Yvon, insistiendo en su opinión habitual-. Este peregrinaje que hacemos todos los jueves por la noche sólo sirve para mantener vivos los recuerdos.
– Tengo que hacerlo, Yvon. Hasta que me harte, hasta que venir aquí sea una lata. Es como lo que suele decir la gente sobre alguien que tiene miedo después de caerse de un caballo: hay que volver a montar enseguida.
Yvon se agarra la cabeza con las manos.
– Es todo lo contrario; no sé cómo decírtelo para que lo entiendas.
– ¿Te apetece un té? -Cojo la tetera con la etiqueta medio arrancada y me meto en el baño para llenarla de agua. A una distancia prudencial de Yvon, digo-: Quizás debería quedarme a pasar la noche; no es necesario que te quedes.
– Ni hablar -dice, plantándose en la puerta del baño-. No pienso dejar que hagas eso. Y no creo que me estés diciendo la verdad.
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