– Al parecer, me consideras una especie de tirano -dice-. Pero yo soy un alma caritativa. Robert no disfrutó de su velada con la señorita Kelvey y yo me arrepentí de habérsela ofrecido. Desde aquella noche, él y yo no nos hemos dirigido la palabra. -Niega con la cabeza-. Robert insistió en que Prue no se quitara el antifaz durante el espectáculo, cosa que no gustó a los clientes. Algunos se quejaron, incluido el novio, y tuve que devolverles parte del dinero. A todos les gusta ver los ojos…, las ventanas del alma y todo ese rollo.
– ¿Por qué la obligó a dejarse puesto el antifaz? -le pregunto, poniéndole a prueba.
– ¿Y quién coño lo sabe? -Me practica un enorme agujero en la otra pernera de los pantalones, también en la rodilla-. Esa suele ser la respuesta habitual cuando se trata de Robert. Puede que tuviera miedo de que lo reconociera. Robert es un pesimista. Puede que le entrara el pánico al pensar que un día podía tropezarse con ella.
Asiento con la cabeza, satisfecha al comprobar que tu hermano no sabe nada.
– ¿Por qué elegías mujeres que tenían página web? ¿Por qué no elegirlas al azar entre las que pasaban por la calle?
– Porque, mi querida y entrometida Naomi, las mujeres están mucho más asustadas si creen que han sido elegidas. ¿Acaso no te preguntaste: «¿Por qué yo?» y cómo sabía todas esas cosas de ti? Es muy siniestro, mucho peor que ser elegida al azar, anónimamente. No, es esa dimensión personal la que provoca el terror en la mirada, y el terror en la mirada, como me dicen constantemente mis clientes, es crucial.
Le dedico una fría sonrisa.
– La dimensión personal. Suena bien. Y tienes razón: hace que todo sea mucho peor. Apuesto a que te habría gustado descubrirlo personalmente, ¿verdad?
Angilley se pone en tensión.
– Basta de cháchara.
Se agacha junto a mi silla y empieza a cortar la pernera de los pantalones, empezando por abajo.
– Un poco triste, ¿no? Plagiar las ideas de los demás y fingir que son propias.
– Si tú lo dices… Pero no nos olvidemos de ese largo objeto de forma cilíndrica que tan amablemente has traído y de sus posibles usos… ¡Aquí está!
Una de las perneras de mis pantalones está en el suelo, hecha trizas. Un miedo agudo me obliga a permanecer en silencio. No consigo respirar.
– Sea lo que sea lo que te haya dicho Robert, debes saber que no te quiere ni le importas. -Angilley parece complacido consigo mismo-. Soy yo el que se preocupa. ¿Por qué crees que se pone en peligro y decide conocer a mis protagonistas después del espectáculo, y hace que se enamoren de él?
– ¿Por qué crees tú que lo hace? -me arriesgo a preguntar.
– Muy sencillo: porque cree que está por encima de los demás. Yo tengo éxito, mientras que Robert es un fracasado. Siempre ha sido así, como puede verse en esas sensibleras adaptaciones de la BBC. Mamá le hizo la vida imposible después de que papá se largó. Papá nunca se preocupó por Robert y, una vez que se hubo largado, mamá se comportó con él como un ogro. En cambio, yo era perfecto, el niño mimado. Aunque nunca lo haya dicho, Robert siempre había querido derrotarme, para demostrar que es mejor que yo. Y por eso lo hace: busca a las mujeres que se mostraron…, digamos…, reticentes a hacerlo conmigo, y las hechiza o las manipula hasta que se mueren por hacerlo con él.
Lo miro fijamente, asombrada y horrorizada por su arrogancia.
– No puedes decirlo en serio -digo.
Sonríe y empieza a cortarme los pantalones por la cintura.
– Si no me estás mintiendo, si realmente Juliet intentó matar a Robert, creo que no tienes ninguna posibilidad. Si antes no la prefería a ella, creo que ahora lo hará. Mi hermanito es masoquista. Siempre ha sentido debilidad por las mujeres que lo tratan como a una mierda. Me temo que es un legado de mamá. Cuanto más lo maltrataba, más devoción sentía por ella. Al final cortó con ella…, básicamente por orgullo. Pero desde entonces ha estado buscando una sustituta, aunque no creo que sea consciente de ello. Eso lo sé por las revistas para descerebrados que lee mi mujer.
Noto las tijeras dentro de mis bragas, tersas y frías contra mi piel. Pongo la mente en blanco y dejo que mi instinto se ocupe de todo. Con todas mis fuerzas, me inclino hacia la izquierda, haciendo balancear la silla. Es cuestión de cuatro o cinco segundos, no más. ¿Cómo pueden pasar tantas cosas en tan poco tiempo? Tu hermano levanta los ojos mientras la silla y yo nos precipitamos sobre él. Entonces, echando una mano hacia atrás, levanta el brazo que le queda libre y lo lanza contra mí, casi como un reflejo. Mientras la silla cae sobre él, veo que mira fijamente las tijeras abiertas que sostiene con la mano. Oigo un ruido sordo cuando la silla alcanza su brazo y dispara la mano hacia su rostro.
Suelta un grito. La sangre mana a borbotones, salpicando mi cara, pero no logro ver de dónde sale. La silla está encima de Graham Angilley. En lugar de estar de pie, ahora estoy inclinada sobre su cuerpo, víctima de una convulsión. Oigo sus aullidos y sus gemidos, pero no puedo ver su rostro, a pesar de volver el mío todo lo que me es posible. Trato de gritar pidiendo ayuda, pero mi respiración es demasiado pesada para hacerme oír.
Antes no veía la sangre, pero ahora sí. Se extiende por los cuadrados de linóleo azul. Respiro profundamente y suelto un grito de socorro, un grito que intento que sea lo más largo posible. Al principio era una palabra, pero luego se convierte en un aullido, un agudo lamento de dolor.
Oigo un estrépito y luego ruido de pasos en el vestíbulo. Sigo gritando. Veo a Simón Waterhouse y, detrás de él, a un hombre calvo, y sigo gritando. Porque nadie me ayudará nunca como Dios manda. Ni siquiera esos hombres que acaban de irrumpir, ni Yvon, ni Charlie, nadie. Nunca lograré escapar. Ésa es la razón por la que no puedo parar de gritar.
Lunes, 10 de abril.
No pienso irme. Nunca te dejaré en paz. Estoy frente a la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos y percibo tu presencia, como algo que pesa en el aire. Si no supiera cuál es la situación, casi podría creer que el ambiente solemne y silencioso del hospital se debe a nosotros. El personal, las visitas y los pacientes externos pasan cabizbajos por delante de mí.
Ayer estuve aquí, pero no pude entrar a verte. Simón Waterhouse insistió en quedarse conmigo todo el tiempo. Mientras los médicos me examinaban, él esperó fuera. Creo que aprobarías su paciencia y su rigor: son dos cualidades que tú también posees. Tras asegurarse personalmente de que los médicos me habían dado el alta, me llevó a casa en coche. Le insistí en que no tenía nada, salvo el dolor que sentía en los brazos y las piernas tras haber estado atada.
Ayer estuve junto a la Unidad de Cuidados Intensivos. Fue una suerte. Hoy, eso me facilita las cosas.
Tecleo el código en el panel, el mismo que he visto marcar a un médico: CY1789. El truco que le funcionó a tu hermano también me ha funcionado a mí. La puerta lanza un zumbido y, al empujar, se abre sin problemas. Estoy en tu pabellón. De pronto me doy cuenta de que el hecho de entrar físicamente en esta unidad es tan sólo una parte del desafío. Ahora debo fingir que estoy en mi ambiente, como si mi presencia en este pasillo fuera algo normal. Graham debió de hacer lo mismo; debió de darse cuenta de que moverse con sigilo habría sido muy peligroso.
Con la cabeza alta, camino deprisa y, segura de mí misma, paso por delante del mostrador de las enfermeras, dirigiéndome hacia tu habitación, contenta por haber tenido la brillante idea, esta mañana, de ponerme el único vestido elegante que tengo. He dejado el bolso en casa; en su lugar llevo un maletín marrón de piel con cierre de cremallera que me da un aspecto oficial. Sonrío a todo el mundo al pasar; es la sonrisa cálida de alguien que está ocupado y que dice: «Estoy segura de que todos me conocéis. Éste es mi ambiente; ya he estado antes aquí y voy a volver.» Y volveré, Robert, lo quieras tú o no. No seré capaz de alejarme de ti.
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