Creía no haberse sentido nunca tan apático. Aun el haberse enrollado la trenza en la coronilla le parecía sin sentido y hasta ridículo. A manera de venganza estuvo tentado de dejarse colgar la trenza de nuevo, pero no lo hizo. Anduvo vagando hasta el anochecer y, después de ordenar dos tazones de vino a crédito y bebérselos, comenzó a sentirse mejor y ante sus ojos aparecieron visiones fragmentarias de cascos y armaduras blancos.
Erró todo el día, como era su costumbre, hasta tarde en la noche. Tan sólo cuando la taberna estaba a punto de cerrar, inició el regreso al Templo de los Dioses Tutelares.
– ¡Bang!… ¡Pafff!
Un ruido desusado llegó a sus oídos; no podía ser de petardos. Siempre le había gustado la excitación y meter la nariz en asuntos ajenos, de modo que comenzó a buscar la causa del ruido en la oscuridad. Le pareció oír pasos delante y se puso a escuchar. De súbito un hombre corrió en dirección contraria a la suya. En cuanto A Q lo vio se volvió y empezó a seguirlo tan rápido como podía. Cuando el hombre volvía una esquina, A Q también hacía lo mismo, y cuando el desconocido se detuvo, A Q se detuvo igualmente. No había nadie más detrás; aquel hombre era Pequeño D.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó A Q, resentido.
– Chao… la familia Chao ha sido saqueada -jadeó Pequeño D.
El corazón de A Q dio un brinco. Después de decir lo anterior, Pequeño D se alejó. A Q siguió corriendo, deteniéndose dos o tres veces. Pero como él también había pertenecido al oficio, se sintió extraordinariamente valiente y se atrevió a abandonar el refugio de una esquina y allí se puso a escuchar con detenimiento. Le pareció oír gritos. Miró también con toda atención y creyó ver a un grupo de hombres con casco y armadura blancos, llevando cofres, muebles; llevándose hasta el lecho de Ningbo de la mujer del bachiller; no pudo sin embargo verlo todo con mucha claridad. Quiso aproximarse, pero sus pies habían echado raíces en el suelo.
No había luna aquella noche y Weichuang estaba silencioso y quieto en medio de una oscuridad completa, tan quieto como en los apacibles días del antiguo Emperador Fusi. A Q estuvo allí hasta que perdió el interés al notar que todo parecía igual que antes. A la distancia había gentes moviéndose de allá para acá, llevando cofres, muebles y hasta la cama de Ningbo de la mujer del bachiller… trasportando y trasportando hasta hacerlo dudar de sus propios ojos. Pero A Q decidió no acercarse y regresó a su Templo.
Estaba aún más oscuro en el Templo de los Dioses Tutelares. Después de cerrar la gran puerta, entró a tientas en su cuarto, y sólo cuando hubo descansado un buen rato encontró la calma suficiente para pensar en las consecuencias que tendría para él todo aquel asunto. Indudablemente, habían llegado los hombres de casco y armadura blancos, pero no habían venido a visitarlo; habían sacado muchas cosas, pero a él no le había tocado su parte… Esto era culpa de Falso Demonio Extranjero, que lo había dejado fuera de la rebelión. De otro modo, ¿cómo no iba a tener participación?
Mientras más pensaba, más furioso se ponía, hasta llegar al paroxismo de la ira; moviendo maliciosamente la cabeza, exclamó:
– ¡De modo que no hay rebelión conmigo!, ¿eh? Todo para ti, ¿eh? Tú, hijo de perra, Falso Demonio Extranjero… Está bien: ¡quédate con tu rebelión! El castigo de los rebeldes es la decapitación. Tendré que convertirme en delator para ver cómo te llevan a la ciudad, para cortarte la cabeza… a ti y a toda tu familia… ¡Mata, mata!
Tras el saqueo a la familia Chao, la mayoría de la gente de Weichuang se sintió complacida, aunque temerosa, y A Q no fue una excepción. Pero cuatro días más tarde, A Q fue arrastrado a la ciudad sin previo aviso, en medio de la noche. Era una noche oscura cuando un escuadrón de soldados, un escuadrón de la milicia, un escuadrón de la policía y cinco hombres del servicio secreto entraron calladamente en Weichuang y, al amparo de la oscuridad, rodearon el Templo de los Dioses Tutelares, instalando una ametralladora frente a la entrada. Mas A Q no se lanzó fuera. Durante largo rato, nada se movió en el templo. El capitán se impacientó y ofreció una recompensa de veinte mil sapecas. Sólo entonces dos hombres de la milicia se atrevieron a correr el riesgo, saltaron la muralla y penetraron en el interior. Y entre todos arrastraron a A Q. Pero no comenzó a despejarse sino cuando lo sacaron del templo y lo llevaron hasta cerca de la ametralladora.
Era ya mediodía cuando llegaron a la ciudad y A Q se vio arrastrado a un destartalado yamen; después de doblar cuatro o cinco veces por las galerías, fue obligado a entrar a una pequeña habitación. Apenas había traspasado el umbral a los tumbos, cuando la puerta enrejada de madera, hecha de troncos enteros, se cerró rechinando a sus talones. El resto de la habitación consistía en tres muros. Miró con atención a su alrededor y pudo ver a otros dos individuos en un rincón.
Si bien A Q se sentía algo inquieto, no se hallaba muy deprimido, porque el dormitorio que tenía en el Templo de los Dioses Tutelares no era mejor que aquél. Los otros dos también parecían ser aldeanos. Poco a poco se pusieron a conversar y uno de ellos le contó que el señor licenciado del examen provincial quería procesarlo por el arriendo que le debía su abuelo; el otro no sabía por qué estaba allí. Cuando interrogaron a A Q, contestó con toda franqueza:
– Porque quería la rebelión.
Aquella tarde le hicieron salir por la puerta enrejada y le llevaron ante un gran estrado, sobre el cual estaba sentado un anciano con la cabeza completamente afeitada. A Q se preguntaba si no sería un monje, pero cuando vio que abajo había una fila de soldados de pie y unos diez hombres de largas togas a ambos lados del anciano, algunos con la cabeza completamente afeitada como este último, y otros con el cabello de un pie de largo colgándole sobre los hombros, igual que Falso Demonio Extranjero, pero todos fulminándolo con la mirada, con los rostros fieros, se dio cuenta de que aquel hombre debía de ser un personaje importante. Al punto se le aflojaron las rodillas y cayó de hinojos.
– ¡Ponte de pie para hablar! ¡No de rodillas! -gritaron a coro los hombres de togas largas.
Aunque A Q pareció comprender, no se sentía capaz de ponerse de pie; involuntariamente se puso en cuatro patas y lo mejor que pudo hacer finalmente fue arrodillarse de nuevo.
– ¡Espíritu de esclavos!… exclamaron los hombres de toga con desprecio, si bien no insistieron en que se pusiera de pie.
– Di la verdad y tu pena será menos dura dijo el anciano de la cabeza rapada, en voz serena y clara, fijando sus ojos en A Q-. Lo sé todo. Cuando hayas confesado, te dejaré libre.
– ¡Confiesa! -repitieron en voz alta los de la toga.
– En realidad yo quería… venir… -murmuró A Q desarticuladamente, después de una confusa reflexión.
– En ese caso, ¿por qué no viniste? -preguntó el anciano gentilmente.
– Falso Demonio Extranjero no me dejó.
– ¡Disparates! Es demasiado tarde para hablar de eso ahora. ¿Dónde están tus cómplices?
– ¿Qué?…
– Los que aquella noche robaron a la familia Chao.
– No vinieron a buscarme. Ellos mismos se llevaron las cosas -el recuerdo indignó a A Q.
– ¿Dónde fueron? Cuando me lo hayas dicho, te dejaré ir -dijo el anciano aún más gentilmente.
– No lo sé… No vinieron a buscarme…
Entonces, a un guiño del anciano, A Q fue llevado de nuevo a la prisión, de donde no volvió a salir hasta la mañana siguiente.
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