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José Olaizola: Juana la Loca

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José Olaizola Juana la Loca

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Juana I la Loca (1479-1555), reina de Castilla de 1504 a 1555, era hija de los Reyes Católicos. De acuerdo con la política exterior de su padre, contrajo matrimonio con el archiduque Felipe el Hermoso, primogénito de Maximiliano I. En 1504 aparecieron los primeros síntomas de enajenación mental, que se acentuaron a la muerte de su esposo en 1506. Su vida estuvo llena de intrigas y luchas por el poder. Esta referencia, puramente histórica, no explica el extraordinario y dramático destino de esta reina, a quien el pueblo llano tituló «doña Juana la Loca de amor». Por estirpe y por las prendas naturales con que Dios la dotó, fue muy hermosa, estaba llamada a ser la más dichosa de las criaturas. Educada por Beatriz Galindo, la Latina, se dijo que era la princesa más instruida del Renacimiento. Pero, por contra, fue en extremo desgraciada en este mundo, que para ella resultó un auténtico valle de lágrimas. Pasó los últimos treinta y cuatro años de su vida recluida en Tordesillas, sumida en un mundo de sombras del que sólo salía en contadas ocasiones. Funeral y honores los tuvo más sonados que en vida, y su cadáver, junto con el de su amado esposo, reposa en el panteón real de Granada. Su figura es una de las más trágicas y legendarias que ha dado la monarquía española. Esta obra nos acerca, con sensibilidad y comprensión, a su tragedia.

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Flaviano de Bergenroth les recordó que el señor de Chièvres se había salido con la suya, conformándose en recoger ante escribano las declaraciones de su majestad, y que otro tanto debían hacer ellos, puesto que la reina había prometido a su difunto esposo no firmar y en ese punto no cedía.

Pero los comuneros, comerciantes y funcionarios la mayoría de ellos, se mostraron menos duchos que los nobles en los enredos de la política y se pusieron muy ternes con el asunto de la firma y hasta proclamaron a los cuatro vientos que la reina firmaría una pragmática para que no quedara duda de la legitimidad del movimiento comunero.

El tiempo pasaba, la reina no firmaba, y las tropas reales se iban ordenando y disponiéndose a la lucha, perdiendo así la ventaja inicial que habían tomado los comuneros. La inactividad no benefició a las milicias concejiles que comenzaron a practicar las mañas propias de los soldados en guerra, entre otras la rapiña, porque las soldadas no llegaban a tiempo ya que las ciudades alzadas mostraban su descontento por los gastos crecientes de la guerra, que exigían nuevos impuestos para sufragarlos.

En medio de estas incertidumbres el cardenal Adriano dirigió un escrito al emperador advirtiéndole que, en el caso de que la reina firmase el documento que le solicitaban los comuneros, podía dar por terminado su reinado en España. En esta ocasión el emperador, mejor aconsejado, reaccionó oportunamente y nombró como regentes a los dos títulos más relevantes de Castilla, al condestable y al almirante. Así comenzó a dar cumplimiento a su promesa de nombrar a castellanos para los más altos cargos del reino, y los demás nobles, pensando que a ellos también les llegaría su turno, se aglutinaron en torno al condestable, cuya primera medida fue tomar el camino de Tordesillas para hacerse con la villa que hacía cabeza del reino, por residir en ella la reina.

Flaviano de Bergenroth, viendo que se le escapaba el sueño que había tenido al alcance de la mano, mantuvo una acalorada disputa con Juan de Padilla, en la que según cuenta un cronista anónimo le dijo:

«"¿Queréis una firma de la reina? Pues por los clavos de Cristo os aseguro que la tendréis." "¿Cómo ha de ser eso? -le replicó el capitán general-. ¿Es que acaso pensáis darla tormento?" "De ningún modo pondría yo las manos sobre nuestra señora -le contestó Bergenroth-, y de poco serviría hecha como está a sufrir." Y ante la insistencia del capitán general, el Bergenroth se comprometió a fingir una firma de la reina en todo igual a la que figuraba en los documentos, antes de casar con don Felipe el Hermoso. Don Juan de Padilla se admiró ante tanto atrevimiento y dijo que no se conocía en el mundo entero quien se atreviera a tanto. Pero no hizo mala cara a la propuesta, aunque argüía que la reina podría negar que aquella firma fuera la suya, a lo que Bergenroth replicó: "La reina no firma, pero tampoco afirma ni niega, ni le daremos oportunidad para esto último si tenemos el castillo bien guardado como ha estado hasta ahora." El capitán general quedó convencido y lo puso en conocimiento del obispo Acuña, para que el prelado diese también su conformidad y así salvar su conciencia. Pero este prelado, que en otros órdenes de la vida era muy ligero, en éste se mostró en exceso escrupuloso diciendo que robar la firma a otra persona era como robarle el alma, y que los que tal hicieran merecerían caer en manos del verdugo en esta vida, y en la condenación eterna en la otra.

»Y por culpa de este prelado -concluye el cronista, que por la forma de expresarse ya se ve de parte de quién estaba- no llegó a buen término la justa causa de los comuneros, ni él se libró del verdugo pues fue de los que ordenó degollar el emperador cuando regresó a Castilla. En cuanto a su condenación en la otra vida tampoco está claro que se salvara de ella, pues fue de los que luchó hasta el final y por su culpa muchos inocentes perdieron la vida. A este prelado se le daba más de una firma, que de tantas madres como quedaron sin sus hijos, y tantas esposas sin sus maridos.»

De todo este enredo salió muy mal parada doña Juana, por la presión que le hacían unos y otros, y para colmo un mal día se le ocurrió preguntar por su padre, de quien parecía haberse olvidado, y Gertrudis no se encontró con fuerzas para seguir mintiéndole y le confesó la verdad. La reina se quedó sumida en un pasmo del que sólo salía para decir que habían de celebrar funerales por su alma, y algunas noches soñaba que su padre le pedía cuentas desde los infiernos, o como mucho desde el purgatorio, por haber descuidado durante tanto tiempo las exequias.

Comenzó a desvariar como en tiempos pasados, y los jefes comuneros, pensando que en tales circunstancias ya no podían servirse de ella, abandonaron la villa de Tordesillas, acosados por los realistas, y decidieron retirarse hacia la ciudad de Toro, plaza bien amurallada, para hacerse fuertes en ella.

Esto sucedía en la primavera del 1521, que fue muy lluviosa, y por el camino les sorprendieron tormentas y riadas, que embarraron aquellas llanuras dificultando la marcha de los infantes y obligándoles a abandonar parte de la artillería. Del ejército de quince mil hombres, sólo les quedaban a los comuneros poco más de cuatro mil, que también fueron desertando según se sentían cercados por las tropas reales. Por eso cuando llegó la jornada definitiva, la del 23 de abril del 1521, festividad de san Jorge, en los campos de Villalar, los primeros sorprendidos fueron los jinetes de la caballería real que apenas encontraron resistencia en los rebeldes, cuyas tropas se dieron a la desbandada.

Sólo los tres jefes comuneros más heroicos, Padilla, Juan Bravo y Maldonado, lucharon hasta el final, espada en mano, y junto a ellos Flaviano de Bergenroth, que en la desesperación ante tanta adversidad deseaba morir con un honor del que tan poco aprecio hiciera en su vida pasada. Hechos presos y sin necesidad de juicio, fueron degollados en la plaza pública de Villalar los tres citados jefes, que afrontaron la muerte gallardamente dando vivas a la libertad, y sin querer pedir perdón a su majestad el emperador, aunque eso pudiera significarles el descuartizamiento en lugar del tajo. Pero el capitán general de los realistas, por no enconar más las cosas, consintió en que los degollaran tan sólo.

Flaviano de Bergenroth, bien porque no fuera considerado jefe de la rebelión, bien por la admiración que causara, incluso entre sus enemigos, su destreza y coraje en el manejo de la espada, no fue ejecutado en aquella ocasión, sino confinado junto a otros trescientos comuneros, en espera de lo que el emperador dispusiera. Pero un flamenco que militaba en las filas realistas, pariente suyo, sabiendo cuán pocas esperanzas tenía de salir con vida quien tanto había urdido en contra de los intereses imperiales, le facilitó aquella misma noche la huida, lo que no le resultó difícil dado el desorden que reina en los campamentos después de las batallas.

Consiguió alcanzar la ciudad de Toledo, la única que no se rindió al emperador después de la derrota de Villalar, y en la que seguía enarbolando la bandera comunera María de Pacheco, viuda de Padilla, mujer muy brava, amén de dolorida por la suerte que había corrido su marido, que recibió con agrado a Flaviano de Bergenroth, de cuyo valor se hacían lenguas las gentes.

Esta María de Pacheco resultó más sesuda que su marido y consciente de que no podrían hacer frente a las tropas reales que estaban en trance de aumentarse con tres mil lansquenetes alemanes a punto de llegar a España, con el emperador a su cabeza, sólo trató de hacerse fuerte en plaza tan bien amurallada como Toledo, para desde ella negociar una rendición honrosa. A tal fin, y con ayuda de letrados, preparó un memorial para hacerlo llegar a su majestad, muy moderado, en el que se reconocía el derecho del rey Carlos al trono de Castilla, y sólo le pedían reformas muy discretas, de orden económico, muy convenientes para el buen gobierno de los pueblos.

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