Para que resulte aún más claro, me permito proponer una imagen que me gusta mucho, que he usado muchas veces en mis encuentros sobre educación. Nuestros hijos, nuestros alumnos —digo siempre— son como chicos que han crecido alrededor de una charca de agua en medio del desierto, rodeada de dunas. Nunca han visto más agua que esa. Para ellos, la máxima concentración de agua es esa charca fangosa y estancada. En esta situación, el educador es como alguien que está en la cima de la duna, y desde ahí su mirada llega hasta el mar; y entonces le dice al chico que está junto a la charca: Mira, allí está el mar, venga, vamos allá… Para el chico, ese reclamo resulta un tanto extraño, él no ha visto más que la charca en su vida; en el fondo tampoco se está tan mal, no tiene ni la más remota idea de lo que es el mar. ¿Por qué debería tomarse en serio la invitación del educador? ¿Por qué tendría que hacer el esfuerzo de subir hasta la cumbre de la duna y asumir el riesgo de emprender el viaje hacia el mar lejano? Para que un chico tenga el valor de ponerse en camino, es necesario que en los ojos del educador brille al menos un reflejo de la luz del mar.
Podríamos concluir así: Dante ha visto a Dios, y en sus ojos se refleja un destello de la luz divina. Por consiguiente, hundiendo nuestra mirada en las páginas que nos ha dejado, también nosotros podremos percibir un destello de la belleza que él ha descubierto y trata de narrarnos.
En este momento, contemplando a Beatriz que contempla a Dios, sucede algo extraordinario (vv. 67-72):
Al contemplarla me transformé interiormente al modo de Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los dioses. El transhumanarse no se puede expresar con palabras; baste, por eso, con el ejemplo de aquellos a los que la gracia proporcione una experiencia así.
El poeta dice que se ha transformado, que se ha producido en él un cambio como el de Glauco —personaje de la mitología griega—cuando comió la hierba prodigiosa que lo transformó en un dios.
Transhumanar es un verbo acuñado por Dante para tratar de comunicar algo que no se puede expresar con palabras, que es imposible comunicar verbalmente. Por eso avisa al lector: si quiere hacerse una idea de lo que ha sucedido, tendrá que conformarse con el ejemplo de Glauco. Se trata de un personaje de la mitología griega, un pastor que se había dado cuenta de que los peces que pescaba, después de haber comido una cierta hierba, saltaban de nuevo al mar vivos y coleando; por eso la había probado también él, y entonces se había transformado en una divinidad marina.
En resumen —dice Dante—, esta visión de Beatriz que resplandece con la luz de Dios me ha conducido de modo misterioso a participar de la naturaleza del mismo Dios. Y desde luego es así, pues de la identificación con la gran presencia que uno ha encontrado en los ojos del otro, surge la «criatura nueva» de la que habla san Pablo ( 2Cor 5,17), un proceso que Dante indica con esta palabra maravillosa, transhumanar .
En el lenguaje de la Comedia , este término tiene un valor técnico, con el que Dante nos está diciendo que su cuerpo terrenal se ha transformado en lo que la teología llama cuerpo glorioso . El cuerpo glorioso, según explican los teólogos, es el que tiene Jesucristo resucitado, por el que conserva todos sus rasgos físicos y su consistencia, hasta el punto de que Tomás puede meter la mano en la llaga de su costado, pero al mismo tiempo tiene características de una naturaleza distinta, de modo que puede pasar a través de las puertas cerradas y, en un momento determinado, subir al cielo. Y cuerpo glorioso es el que tendremos todos el día del juicio universal, cuando con la resurrección de la carne, almas y cuerpos se reúnan (el discurso volverá en el Canto XIV); y comprenderán mis palabras —señala Dante— aquellos «a los que la gracia proporcione una experiencia así»; es decir, a los que la gracia de Dios reserva la experiencia del paraíso. Dante nos está diciendo aquí que su cuerpo ha sufrido esa transformación que le permitirá, entre otras cosas —lo veremos a partir del Canto II—, pasar a través de los cuerpos de los planetas.
Sin embargo, no puedo evitar leer este transhumanar también desde el punto de vista de nuestra experiencia en la tierra. Entonces, observo que el prefijo latino trans- significa ‘más allá’, pero a la vez es la raíz de la preposición intra ‘a través’, por lo que transhumanar indica un estado que va más allá de la ordinaria condición humana, pero que, al mismo tiempo, atraviesa hasta el fondo todas las vicisitudes de la vida.
Pensemos en Jesús. ¿Cómo pudo llegar más allá de la condición humana normal? Porque aceptó pasar a través de todas las circunstancias dolorosas que la vida le puso delante. Tanto es así que su cuerpo glorioso lleva todavía los estigmas, que son las cicatrices de ese paso.
Por tanto, transhumanar no significa abandonar la condición humana, sino transformarla desde dentro, mantener los ojos fijos en el lugar donde se revela el resplandor de Dios, y pasar con esa luz en los ojos a través de todas las circunstancias que la vida nos pone delante hasta descubrir, con infinito asombro —exactamente igual que Dante—, un modo nuevo, distinto, más humano, de mirarnos a nosotros, a los demás, las cosas, todo. La realidad es siempre la misma, pero nuestra mirada ha cambiado, empezamos a mirar el mundo con la mirada llena de benevolencia con la que Dios nos mira a nosotros.
Entonces, si Dante tiene razón cuando sostiene que el significado de transhumanar solo podrá comprenderlo quien tenga la experiencia del paraíso, yo me permito añadir que quien vive ya la experiencia de un anticipo del paraíso en la Tierra puede empezar a entender desde ahora el alcance de este verbo maravilloso.
Volvamos ahora al texto de Dante. En el momento en que su cuerpo cambia de naturaleza, comienza el ascenso al cielo. Pero al principio él no comprende lo que está pasando; sencillamente, se halla inmerso en un espectáculo de luz y de armonía que lo deja sin aliento (vv. 76-84). Beatriz le explica entonces que están subiendo al cielo más veloces que el rayo (vv. 85-93).
Y Dante comenta sus palabras con una expresión que habría que enmarcar: he sido liberado de mi duda «con aquellas breves palabras dichas con una sonrisa» (v. 95) [en italiano, «per le sorrise parolette brevi» ( N. del T .)]. Una fórmula que sintetiza maravillosamente una forma de hablar verdaderamente digna del paraíso: palabras sorrise , es decir, que se ofrecen sonriendo, llenas de benevolencia hacia el que las escucha, y breves, es decir, justas, medidas, las necesarias. Qué bella es la condición de ciertos conventos, de ciertas casas, en donde es esta la forma de hablar, en donde incluso los reclamos —a los hermanos, a los hijos, entre marido y mujer…— se expresan con «breves palabras dichas con una sonrisa». Es realmente un anticipo del paraíso.
Pero en este momento surge una nueva pregunta en el ánimo de Dante (vv. 97-99): ¿Cómo es posible que yo suba de esta forma hacia lo alto?
Antes de leer la respuesta de Beatriz, observemos la actitud con la que ella mira al poeta (vv. 100-102):
A lo que ella, después de suspirar piadosamente y dirigiendo los ojos hacia mí con aquel semblante que pone la madre ante los extravíos del hijo […].
¡Qué buena es esta imagen! Beatriz tiene con Dante la misma condescendencia que una madre ante un hijo que desbarra, y deja escapar un suspiro, como diciendo: Vaya cabezota, no entiende ni siquiera lo más elemental, hay que explicárselo todo… Qué ternura tan grande hay en esta relación con Beatriz; es la ternura de una madre por su hijo. Y Dante se siente justamente llevado como un niño en brazos de su madre. Este es el tono de todo el Paraíso : un niño que mira, que se asombra y aprende, y que quiere entender y amar, completamente seguro de la madre que lo guía.
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