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John Flanagan: Las ruinas de Gorlan

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John Flanagan Las ruinas de Gorlan
  • Название:
    Las ruinas de Gorlan
  • Автор:
  • Издательство:
    Alfaguara
  • Жанр:
  • Год:
    2008
  • Город:
    Madrid
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    978-84-204-7303-1
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Las ruinas de Gorlan: краткое содержание, описание и аннотация

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Will es un chico de 15 años, bajo para su edad, pero ágil y lleno de energía. Toda su vida ha querido ser guerrero para seguir los pasos de ese padre que nunca llegó a conocer. Cuando le rechazan como aprendiz en la Escuela de Combate del castillo Redmont, se hunde en la desesperación, y aún más todavía cuando le asignan como aprendiz del enigmático Halt para formar parte del Cuerpo de Montaraces. Los montaraces La gente común y corriente teme a los montaraces y cree que son brujos, que su habilidad para moverse sin ser vistos tiene algo que ver con la magia negra. Will comparte ese temor supersticioso, pero mientras su entrenamiento progresa… descubre que las cosas son distintas de como siempre pensó. Cuando se ve envuelto en una conspiración, tiene que utilizar todo el talento para salvar a su compañero y mentor y no perecer en el intento…

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—Will… —dijo con una voz que retumbó hasta las esquinas más apartadas de la gigantesca habitación—, te debo mi vida. No puede haber agradecimiento adecuado para tal cosa. Sin embargo, está en mi mano concederte un deseo qué una vez me formulaste…

Will levantó la mirada hacia él, arqueando las cejas.

—¿Un deseo, señor? —dijo, algo más que confuso por las palabras del barón.

El barón asintió.

—Cometí un error, Will. Me preguntaste si podrías recibir el entrenamiento de un guerrero. Era tu deseo convertirte en uno de mis caballeros y yo te rechacé. Ahora, puedo rectificar ese error. Sería para mí un honor tener a alguien tan valiente e ingenioso como uno de mis caballeros. Una palabra tuya y tendrás mi permiso para trasladarte a la Escuela de Combate como uno de los aprendices de sir Rodney.

El corazón de Will latía con fuerza en sus costillas. Pensó en cuánto había deseado, toda su vida, ser un caballero. Recordó lo profunda y amargamente decepcionado que se quedó el día de la Elección, cuando sir Rodney y el barón rechazaron su solicitud.

Sir Rodney dio un paso adelante y el barón le hizo un gesto para que hablase.

—Mi señor —dijo el maestro de combate—, fui yo quien rechazó a este muchacho como aprendiz, como sabe. Ahora quiero que todo el mundo aquí sepa que me equivoqué al hacerlo. ¡Mis caballeros, mis aprendices y yo coincidimos todos en que no podría haber un miembro más digno que Will en la Escuela de Combate!

Se produjo un gran rugido de aprobación entre los caballeros reunidos y los guerreros aprendices. Desenvainaron las espadas y las juntaron chocando sobre sus cabezas, gritando el nombre de Will. De nuevo, Horace fue uno de los primeros en hacerlo, y el último en parar.

El tumulto se apagó gradualmente y los caballeros envainaron sus espadas. A una señal del barón Arald, dos pajes avanzaron, portando con ellos una espada y un escudo bellamente esmaltado y que depositaron a los pies de Will. El escudo estaba pintado con la representación de la cabeza de un fiero jabalí.

—Éste será tu escudo de armas cuando te gradúes, Will —dijo el barón con amabilidad—, para recordar al mundo la primera vez que conocimos tu coraje y tu lealtad con un camarada.

El muchacho se apoyó en una rodilla y tocó la suave superficie esmaltada del escudo. Extrajo despacio la espada de su vaina, respetuoso. Era una bella arma, una obra maestra del arte del forjado de espadas.

La hoja estaba afilada y tenía un ligero color azulado. La empuñadura y la guarda estaban engastadas en oro y el símbolo de la cabeza del jabalí se repetía en el pomo. La espada misma aparentaba tener vida propia. Con un equilibrio perfecto, al sostenerla parecía ligera como una pluma. Miró la bella espada, pieza de joyero, y luego el sencillo mango de cuero de su cuchillo de montaraz.

—Son las armas de un caballero, Will —le instó el barón—. Pero tú has demostrado con creces que eres digno de ellas. Dilo y serán tuyas.

Will devolvió la espada a su vaina y se incorporó lentamente. Allí estaba todo cuanto siempre había deseado. Y aun así…

Pensó en los largos días en el bosque con Halt. La feroz satisfacción que sintió cuando una de sus flechas alcanzó el blanco, justo donde él había apuntado, justo como él lo había visualizado en su mente antes de soltarla. Pensó en las horas empleadas aprendiendo a seguir el rastro de animales y hombres. Aprendiendo el arte de ocultarse. Pensó en Tirón, en el coraje y la devoción del poni.

Y pensó en el puro placer que sintió cuando escuchó el simple «bien hecho» de Halt al completar una tarea a su satisfacción. Y de pronto, lo supo. Levantó los ojos hacia el barón y dijo con voz firme:

—Soy un montaraz, señor.

Se produjo un murmullo de sorpresa entre la muchedumbre.

El barón se acercó y le dijo en voz baja:

—¿Estás seguro, Will? No rechaces esto sólo porque creas que Halt se pudiera ofender o estar decepcionado. Él insistió en que es algo que debes decidir tú. Está de acuerdo ya en acatar tu decisión.

Will negó con la cabeza. Estaba más seguro que nunca.

—Le agradezco el honor, mi señor —miró al maestro de combate y vio, para su sorpresa, que sir Rodney estaba sonriendo y haciendo gestos de aprobación con la cabeza—. Y le agradezco al maestro de combate y a sus caballeros su generosa oferta. Pero soy un montaraz —vaciló—. No se ofenda por esto, mi señor.

Una sonrisa enorme arrugó las facciones del barón y estrechó la mano de Will en un tremendo apretón.

—No lo hago, Will. ¡De ninguna manera! ¡Tu lealtad a tu oficio y a tu maestro te honran a ti y a todos los que te conocemos! —dio a la mano de Will una última y firme sacudida y la liberó.

Will hizo una reverencia y se dio la vuelta para alejarse por el largo pasillo otra vez. De nuevo comenzó la aclamación y esta vez mantuvo la cabeza alta mientras los vítores le rodeaban y resonaban hasta las vigas del techo del Gran Salón. Entonces, cuando se acercó otra vez a las enormes puertas, vio algo que le detuvo en el sitio, aturdido por la sorpresa.

Pues, en pie y un poco aparte de la multitud, envuelto en su capa jaspeada de gris y verde y con los ojos ocultos por la capucha, estaba Halt.

Y estaba sonriendo.

Epílogo

Más adelante aquella tarde, después de que todo el ruido y las celebraciones se hubieran apagado, Will se sentó a solas en la minúscula veranda de la pequeña cabaña de Halt. En la mano sostenía un pequeño amuleto de bronce, con la forma de una hoja de roble y una cadena de acero enganchada con un anillo en la parte superior.

—Es nuestro símbolo —le había explicado su maestro cuando se lo dio tras los eventos del castillo—. El equivalente a un escudo de armas de un montaraz.

Luego se había puesto a rebuscar entre su propia ropa y había sacado una hoja de roble con idéntica forma, en una cadena alrededor de su cuello. La forma era idéntica pero el color era diferente. La hoja de roble que Halt llevaba era de plata.

—El bronce es el color de los aprendices —le había contado Halt—. Cuando termines tu entrenamiento, recibirás una hoja de roble de plata como ésta. Todos la llevamos en el Cuerpo de Montaraces, ya sea de plata o de bronce —había desviado su mirada del muchacho por unos minutos, luego había añadido, su voz un poco ronca—: En rigor, no deberías recibirla hasta haber pasado tu primera evaluación. Pero dudo que nadie vaya a discutirlo, tal y como han resultado las cosas.

La pieza de metal de curiosas formas tenía ahora un brillo pálido en la mano de Will mientras pensaba en la decisión que había tomado. Le parecía muy extraño haber abandonado de manera voluntaria algo en cuya esperanza había centrado la mayor parte de su vida: la oportunidad de pasar por la Escuela de Combate y ocupar su lugar como caballero en el ejército del castillo de Redmont.

Jugueteó con la hoja de roble de bronce y la cadena girando alrededor de su dedo índice, dejaba que subiera dando vueltas por el dedo y aflojaba después el movimiento en espiral. Suspiró profundamente. La vida podía ser muy complicada. Muy dentro de sí, sentía que había tomado la decisión correcta. Y un poco más profundo incluso, quedaba un minúsculo hilo de duda.

Se dio cuenta con un sobresalto de que había alguien de pie a su lado. Era Halt, vio en cuanto se giró con rapidez. El montaraz se agachó y se sentó junto al muchacho sobre la tarima de pino de la estrecha veranda. Ante ellos, el sol bajo del atardecer se filtraba a través de las luminosas hojas del bosque y la luz parecía danzar y girar según la brisa ligera sacudía el follaje.

—Un gran día —dijo en voz baja, y Will asintió—. Y una gran decisión la que has tomado —dijo el montaraz después de un silencio de varios minutos entre ellos.

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