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John Flanagan: Las ruinas de Gorlan

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John Flanagan Las ruinas de Gorlan
  • Название:
    Las ruinas de Gorlan
  • Автор:
  • Издательство:
    Alfaguara
  • Жанр:
  • Год:
    2008
  • Город:
    Madrid
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    978-84-204-7303-1
  • Рейтинг книги:
    5 / 5
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Las ruinas de Gorlan: краткое содержание, описание и аннотация

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Will es un chico de 15 años, bajo para su edad, pero ágil y lleno de energía. Toda su vida ha querido ser guerrero para seguir los pasos de ese padre que nunca llegó a conocer. Cuando le rechazan como aprendiz en la Escuela de Combate del castillo Redmont, se hunde en la desesperación, y aún más todavía cuando le asignan como aprendiz del enigmático Halt para formar parte del Cuerpo de Montaraces. Los montaraces La gente común y corriente teme a los montaraces y cree que son brujos, que su habilidad para moverse sin ser vistos tiene algo que ver con la magia negra. Will comparte ese temor supersticioso, pero mientras su entrenamiento progresa… descubre que las cosas son distintas de como siempre pensó. Cuando se ve envuelto en una conspiración, tiene que utilizar todo el talento para salvar a su compañero y mentor y no perecer en el intento…

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—Antorchas, Rodney —dijo brevemente.

El maestro de combate objetó por un momento.

—¿Está seguro, mi señor? Revelarán nuestra posición si los kalkara están vigilando.

Arald se encogió de hombros.

—De todas formas nos oirán llegar. Y entre los árboles nos moveremos demasiado despacio sin la luz. Nos la jugaremos.

Se disponía ya a entrechocar la piedra de sílex contra el acero para prender una chispa que hizo humear su montoncito de yesca y encendió el fuego después. Sostuvo la antorcha en la llama y la gruesa y pegajosa resina de pino con la que había sido impregnada se prendió de pronto y se sumergió en una llama de color amarillo. Rodney se inclinó hacia él con otra antorcha y la encendió con la llama del barón. Después, sosteniendo altas las antorchas y llevando sus lanzas sujetas por correas de cuero a sus muñecas, retomaron el galope, tronando en la oscuridad bajo los árboles según dejaban por fin el ancho camino que habían estado siguiendo desde el mediodía.

Pasaron diez minutos antes de que oyesen el alarido.

Se trataba de un sonido sobrenatural que encogía el estómago y helaba la sangre. De forma involuntaria, el barón y sir Rodney tiraron de sus riendas en cuanto lo oyeron. Sus caballos corcovearon con furia. Provenía justo de delante de ellos, y se elevó y cayó, hasta que el aire de la noche tembló con su horror.

—¡Por todos los santos! —exclamó el barón—. ¿Qué es eso? —su rostro se quedó lívido cuando el sonido infernal se alzó a través de la noche hacia ellos, para ser respondido de inmediato por otro aullido idéntico.

Pero Will ya había oído el terrible ruido antes. Sintió la sangre abandonar su rostro mientras se daba cuenta de que sus temores se estaban mostrando ciertos.

—Son los kalkara —dijo—. Van de caza.

Y sabía que sólo podía haber ahí fuera una persona a quien anduviesen acechando. Se habían vuelto y cazaban a Halt.

—¡Mire, mi señor! —dijo Rodney al tiempo que señalaba al cielo nocturno que oscurecía rápidamente.

Lo vieron a través de un claro en la bóveda arbórea, un súbito destello de luz que se reflejaba en el cielo, prueba de un fuego a una distancia cercana.

—¡Es Halt! —dijo el barón—. Seguro que es él. ¡Y necesita ayuda!

Clavó sus espuelas en las rendidas ijadas del caballo de combate, espoleando a la bestia para avanzar en un pesado galope, en su mano la antorcha lanzaba chispas y llamas tras él mientras sir Rodney y Will galopaban sobre sus huellas.

Fue una sensación inquietante seguir esas antorchas que crepitaban con llamaradas a través de la arboleda, sus lenguas de fuego, alargadas a la espalda de los dos jinetes, proyectaban sombras extrañas y aterradoras entre los árboles mientras que, delante de ellos, el brillo del gran fuego, encendido presumiblemente por Halt, se hacía cada vez mayor y más cercano a cada tranco.

Había un corto espacio abierto de hierba, después el terreno situado más allá era un lecho de piedras y cantos revueltos. Trozos gigantes de mampostería, unidos aún por el mortero, yacían dispersos sobre sus lados y bordes, semihundidos a veces en la tierra blanda cubierta de hierba. Los ruinosos muros del castillo de Gorlan rodeaban las escena en tres de sus lados, sin elevarse nunca a más de cinco metros de altura, destruido y demolido por un reino vengativo después de que Morgarath fuera obligado a huir hacia el sur hasta las Montañas de la Lluvia y la Noche. El caos resultante de rocas y porciones de muro derrumbado era como el patio de juegos de un niño gigante, dispersas en todas direcciones, apiladas con descuido unas sobre otras, sin apenas dejar suelo llano libre.

Toda la escena se encontraba iluminada por las llamas de una hoguera que se retorcían y saltaban a unos cuarenta metros frente a ellos. Y a su lado, una horrible figura permanecía agachada, mientras daba alaridos de odio y furia y se tocaba inútilmente la herida mortal en su pecho que finalmente le había abatido.

Más de dos metros y medio de alto, con un pelo greñudo, enmarañado y apelmazado, de aspecto escamoso, que le cubría todo el cuerpo, el kalkara tenía unos brazos largos y revestidos de púas que le llegaban por debajo de las rodillas. Unas poderosas extremidades inferiores, relativamente cortas, le daban la capacidad de cubrir el terreno a una velocidad engañosa en una serie de saltos y brincos. Todo esto se encontraron los tres jinetes según emergieron de los árboles. Pero en lo que más se fijaron fue en el rostro salvaje y simiesco, con enormes y amarillentos colmillos y unos brillantes ojos enrojecidos repletos de odio y el deseo ciego de matar. Entonces el rostro se giró hacia ellos y la bestia lanzó un alarido desafiante, intentó levantarse y se trastabilló, quedándose de nuevo medio encogido.

—¿Qué le pasa? —preguntó Rodney al tiempo que detenía su caballo.

Will señaló el grupo de flechas que sobresalía de su pecho. Debía de haber ocho de ellas, situadas a unos centímetros unas de las otras.

—¡Mire! —gritó—. ¡Mire las flechas!

Halt, con su asombrosa capacidad para apuntar y tirar en un abrir y cerrar de ojos, debió de soltar una lluvia de flechas, una detrás de otra, para romper el pelaje apelmazado que hace de armadura, cada una abriendo un hueco en las defensas del monstruo hasta que la última flecha penetró profundo en su cuerpo. La sangre negra le corría a borbotones por el torso y de nuevo les aulló con todo su odio.

—¡Rodney! —gritó el barón Arald—. ¡Conmigo! ¡Ahora!

Tras soltar las riendas de su caballo de refresco, lanzó a un lado la antorcha, bajó la lanza hasta su posición de ataque y cargó. Rodney iba medio segundo detrás de él, los dos caballos de combate tronando a través del espacio abierto. El kalkara, un charco de su sangre en el suelo a sus pies, se irguió para encontrarse con ellos, a tiempo de recibir las dos puntas de lanza, una detrás de la otra, en el pecho.

Estaba casi muerto. Aun así, el peso y la fortaleza del monstruo contuvo el veloz avance de los caballos. Se encabritaron sobre sus cuartos traseros cuando ambos caballeros se echaron hacia delante sobre los estribos para dirigir las puntas de lanza a su objetivo. El hierro afilado penetró a través del pelaje enmarañado. Entonces, la fuerza de la carga hizo perder pie al kalkara y lo lanzó hacia atrás, a las llamas del fuego a su espalda.

Por un instante no pasó nada. Después se produjo un fogonazo cegador y una columna de fuego rojo que alcanzó los diez metros de altura en el cielo nocturno. Y así, el kalkara desapareció.

Los dos caballos de combate se encabritaron de terror y Rodney y el barón apenas se las arreglaron para mantenerse en sus sillas. Se retiraron del fuego. Había un horrible hedor a pelo y carne calcinados que inundaba el aire. Will recordó con vaguedad a Halt hablando de la forma de enfrentarse a un kalkara. Según dijo, se rumoreaba que eran particularmente sensibles al fuego. Vaya rumor, pensó, mientras avanzaba, al trote a lomos de Tirón para unirse a los dos caballeros.

Rodney se frotaba los ojos, todavía deslumbrado por el tremendo destello.

—¿Qué demonios ha causado eso? —preguntó.

El barón retiró su lanza del fuego con cautela. La madera estaba chamuscada y la punta, ennegrecida.

—Debe de ser la sustancia cerosa que apelmaza su pelaje y forma ese caparazón duro —respondió con un tono de asombro en la voz—. Debe de ser muy inflamable.

—Bueno, lo que quiera que fuese, lo conseguimos —replicó Rodney con cierto deje de satisfacción.

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