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Ursula Le Guin: Planeta de exilio

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: Planeta de exilio» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Madrid, год выпуска: 1980, ISBN: 84-270-0548-2, издательство: Martínez Roca, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin Planeta de exilio

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En el planeta Eltanin, una colonia de terráqueos de la Liga Planetaria está al borde de la extinción debido a las duras condiciones de vida del planeta y a una amenaza inesperada. No tienen otros vecinos que los nómadas primitivos, que, aunque temen a los terrestres, se instalan en las cercanías de la colonia durante los crueles inviernos que duran quince años. En el invierno que se avecina, un riesto hasta ahora desconocido se cierne sobre todos ellos. Las hordas bárbaras del norte, los criminales espectros de la nieve, se acercan a la colonia, y si los terrestres no se unen a los nómadas, superando seis siglos de desconfianzas, éste puede ser el último invierno para todos ellos.

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—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —preguntó Agat con voz entrecortada, levantándose y poniéndose apresuradamente su destrozado abrigo.

—Ven a la Torre —fue todo lo que Shevik le dijo.

Agat le siguió, al principio con docilidad, luego, ya despertado del todo, empezando a comprender. Cruzaron la Plaza, gris por la primera luz mortecina, subieron corriendo las escaleras circulares de la Torre de la Liga, y echaron un vistazo sobre toda la ciudad. La Puerta de Tierra estaba abierta.

Los gaales se habían reunido allí y estaban saliendo por ella. Era difícil verlos a la media luz de antes de la salida del sol; serían entre mil y dos mil, calcularon los hombres que observaron con Agat, aunque era difícil decirlo. Sólo eran manchas borrosas en movimiento bajo las murallas y sobre la nieve. Salieron por la puerta en fila india o en grupos, desapareciendo uno tras otro bajo la puerta y reapareciendo luego más allá, en la ladera de la colina, iban a paso ligero en una larga línea irregular, en dirección sur. Antes de que hubieran ido muy lejos, la débil luz y los pliegues de la colina los ocultaron; pero antes de que Agat cesara de observar, el horizonte hacia el este había empezado a ponerse brillante, y un frío resplandor alcanzó a la mitad del cielo.

Las casas y las empinadas calles de la ciudad estaban muy tranquilas bajo la luz de la mañana.

Alguien empezó a tocar la campana, justo encima de sus cabezas, en la torre que allí se elevaba, un constante y rápido clamor y estruendo de bronce sobre bronce que aturdía. Tapándose los oídos con las manos, los hombres que había en la torre bajaron corriendo, encontrándose con otros hombres y mujeres a mitad de camino. Todos rieron y gritaron detrás de Agat, y lo alcanzaron; pero éste bajó corriendo las escaleras de piedra, el insistente júbilo de la campana aún martilleándole, y se dirigió a la Sala de la Liga. En aquella enorme, atestada y ruidosa habitación donde los soles dorados flotaban en las paredes y los años y Años eran explicados en esferas de oro, él buscó al ser extraño, a la forastera, a su esposa. Finalmente la encontró, y tomando sus manos le dijo:

—¡Se han ido! ¡Se han ido! ¡Se han ido!

Todos le gritaban a él, y se gritaban entre sí, riendo y llorando. Al cabo de un minuto le dijo a Rolery:

—Ven conmigo. Vamos al Rimero.

Inquieto, exultante, aturdido, quería estar en movimiento, salir de la ciudad y asegurarse de que era de ellos otra vez. Nadie había salido de la Plaza todavía, y cuando ellos cruzaron la barricada del oeste, Agat sacó su lanzadardos.

—Corrí una aventura ayer noche —explicó a Rolery.

Y ella, mirando el rasgón en su abrigo, le dijo:

—Ya lo sabía.

—Lo maté.

—¿Un demonio de las nieves?

—Exacto.

—¿Tú solo?

—Sí. Sólo estábamos los dos, por suerte.

La mirada solemne de la cara de ella mientras se apresuraba por seguir el mismo paso que Agat hizo que él riera de placer.

Salieron a la calzada, corriendo contra el viento helado entre el cielo brillante y las aguas oscuras y espumosas.

La noticia, por supuesto, ya había llegado allí, por el sonido de la campana y el lenguaje mental, y el puente levadizo del Rimero fue bajado tan pronto como Agat se acercó a él. Hombres y mujeres, y niños soñolientos acurrucados en pieles, salieron corriendo a su encuentro, con más gritos, preguntas y abrazos.

Tras las mujeres de Landin, las mujeres de Tevar se quedaron rezagadas, temerosas y tristes. Agat vio que Rolery se dirigía a una de ellas, una joven con el pelo enmarañado y cara manchada de barro. Casi todas ellas se habían cortado el pelo y parecían desaliñadas y sucias, así como los pocos hombres hilfos que se habían quedado en el Rimero. Un poco disgustado por este desagradable espectáculo en esta brillante mañana de victoria, Agat habló a Umaksuman, que había venido para reunir a los de su tribu. Se detuvieron en el puente levadizo, bajo la pared vertical del fuerte negro. Hombres y mujeres hilfos se habían reunido alrededor de Umaksuman, y Agat alzó su voz para que todos le pudieran oír:

—Los hombres de Tevar defendieron nuestras murallas junto con los hombres de Landin. Sean bienvenidos e invitados a quedarse con nosotros o a irse si quieren, a vivir con nosotros o a dejarnos, como quieran. Las puertas de nuestra ciudad están abiertas para vosotros durante todo el Invierno. Sois libres de salir, pues, pero bienvenidos dentro de ellas.

—Escucho —dijo el nativo, inclinando su cabeza rubia.

—Pero, ¿dónde está Wold, el Mayor? Quería decirle…

Entonces Agat se fijó en las caras cubiertas de ceniza y las cortadas cabelleras, comprendiendo. Estaban de luto. Y entonces recordó la muerte de sus amigos, de sus parientes, y dejó de sentir la arrogancia de la victoria.

Umaksuman le dijo:

—El Mayor de mi Linaje pasó bajo el mar con sus hijos que murieron en Tevar. Ayer se fue. Estaban preparando el fuego del amanecer cuando oyeron la campana y vieron que los gaales se iban hacia el sur.

—Yo velaré este fuego —contestó Agat, pidiendo permiso a Umaksuman.

Los tevaranos vacilaron, pero un anciano que estaba a su lado dijo con firmeza:

—La hija de Wold es la esposa de éste: tiene el derecho del clan.

Lo dejaron acercarse, con Rolery y todos los que habían quedado de su pueblo, hasta una alta terraza en el exterior de una galería en la parte del Rimero que daba al mar. Allí sobre una pira de leña partida yacía el cadáver del anciano, deformado por la edad y poderoso, envuelto en un paño rojo, el color de la muerte. Un niño acercó la antorcha y las llamas se elevaron, rojas y amarillas, sacudiendo el aire, empalidecido por la fría primera luz del sol. La marea rechinaba al descender, atronando allá abajo en las rocas al pie de murallas negras cortadas a pico. Al este, sobre las colinas de la cordillera de Askatevar, y al oeste, sobre el mar, el cielo estaba claro; pero hacia el norte se veía una mancha azulina: el Invierno.

Cinco mil noches de Invierno, cinco mil días de lo mismo: el resto de su juventud y quizás el resto de sus vidas.

De nuevo aquella distante y azulada oscuridad en el norte indicaba que no había habido ningún triunfo. Los gaales parecían una pequeña fuga de sabandijas, ya ida, huyendo ante el verdadero enemigo, el verdadero señor, el señor blanco de las Tormentas. Agat permaneció de pie junto a Rolery frente al fuego que ya se extinguía, en aquel alto fuerte cercado por el mar, y a él le pareció que la muerte del anciano y la victoria del joven eran la misma cosa. Ni la pena ni el orgullo suponían tanto para ellos como el gozo, el gozo que temblaba en el viento frío entre el cielo y el mar, brillante y breve como el fuego. Éste era su fuerte, su ciudad, su mundo; éste era su pueblo. Él no era un exiliado aquí.

—Vamos —le dijo a Rolery mientras el fuego se apagaba en cenizas—. Vamos. Vayamos a casa.


Fin

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