Alex Kava - Sin Aliento

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Lo llamaban el Coleccionista, porque seguía el ritual de reunir a sus víctimas antes de deshacerse de ellas de la manera más atroz imaginable. La agente especial del FBI Maggie O'Dell le había seguido la pista durante dos largos años, terminando por fin con aquel juego del gato y el ratón. Pero ahora Albert Stucky se había fugado de la cárcel… y estaba preparando un nuevo juego para Maggie O’Dell.
Desde que atrapara a Stucky, había estado caminando sobre la cuerda floja, luchando contra sus pesadillas y la culpabilidad por no haber podido salvar a las víctimas. Ahora que Stucky estaba de nuevo en libertad, la habían apartado del caso, pero sabía que era cuestión de tiempo que la volvieran a aceptar… Cuando el rastro de víctimas de Stucky comenzó a apuntar cada vez más claramente a Maggie, ésta fue incorporada de nuevo al caso bajo la supervisión del agente especial R. J. Tully. Juntos tendrían que enfrentarse a una carrera contrarreloj para atrapar al asesino, que siempre iba un sangriento paso por delante. Pero Maggie sentía que había llegado al límite. ¿Su deseo de detener a Albert Stucky se había convertido en una cuestión de venganza personal? ¿Había cruzado la línea? Tal vez ése fuera el objetivo de Stucky desde el principio… convertirla en un monstruo.

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– Hemos encontrado el coche de la repartidora. Lo habían dejado en el aparcamiento del aeropuerto, al lado de una furgoneta de una empresa de telefonía cuyo robo se denunció hace un par de semanas.

– Me lo imaginaba -Cunningham se recostó en la silla y empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa-. Stucky ya lo ha hecho otras veces. Habrá robado algún coche, o quizá sólo la placa de la matrícula, del aparcamiento de largo plazo del aeropuerto. Es posible que devuelva la matrícula o incluso el coche antes de que vuelva el propietario. ¿Han examinado los forenses la furgoneta?

Tully asintió, buscando la información sobre ambos vehículos.

– Es probable que no encuentren nada. Estaba muy limpia. Sin embargo, encontramos dos hojas de pedido en el coche de la chica.

Rebuscó en la carpeta y sacó un trozo de papel roto y otro que todavía conservaba los pliegues por donde había sido doblado. Los análisis habían demostrado que la mancha roja que tenía en una esquina era salsa de tomate, no sangre. Tully le pasó ambas notas a Cunningham por encima de la mesa.

– La rota es de su primera ruta de reparto. El número cuatro de la lista es la nueva dirección de la agente O'Dell.

Cunningham se echó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa. Por primera vez en los tres meses que llevaba trabajando en Quantico, Tully vio una expresión de cólera en el rostro de su jefe. Los ojos oscuros del director adjunto se achicaron y sus manos agarraron con fuerza el papel.

– Así que el muy bastardo no sólo sabe dónde vive, sino que la está vigilando.

– Eso parece. Cuando hablé con el agente Delaney, me dijo que la camarera de Kansas City les sirvió el domingo por la noche y estuvo charlando y bromeando con ellos. Puede que esté eligiendo a mujeres con las que O'Dell tenga contacto, con la esperanza de que se sienta responsable de sus muertes.

– Es otro de sus repugnantes juegos. Sigue obsesionado con O'Dell. Lo sabía. Sabía que no lo dejaría así.

– Sí, eso parece. ¿Me permite decir una cosa más, señor?

– Por supuesto.

– Usted me ofreció otro agente para que me ayudara en el caso. También me ofreció un psicólogo forense, y O'Dell lo es. Incluso sugirió que tuviéramos uno a mano para responder a las cuestiones médicas que puedan plantearse. Si no me equivoco, la agente O'Dell tiene formación médica.

Tully vaciló, dándole oportunidad a Cunningham para que lo interrumpiera. Pero su jefe se limitó a mirarlo fijamente con su estoico semblante de siempre, aguardando a que continuara.

– En lugar de reclutar a tres o cuatro personas más -prosiguió Tully-, solicito oficialmente a la agente O'Dell. Si Stucky va tras ella, tal vez sea la única que pueda ayudarnos a atraparlo.

Tully esperaba un destello de enojo o, al menos, de impaciencia. Pero el rostro de Cunningham se mantuvo imperturbable.

– Consideraré detenidamente su petición -dijo-. Avíseme si hay noticias de Kansas City.

– Sí, señor -dijo Tully mientras se levantaba para marcharse, dándose cuenta de que aquello era una despedida. Antes de que alcanzara la puerta, Cunningham estaba de nuevo al teléfono, y Tully no pudo evitar preguntarse si también despacharía tan secamente su petición.

Capítulo 26

Maggie estaba deseando quitarse la ropa húmeda y maloliente. En el vestíbulo del hotel, todo el mundo había confirmado sus sospechas: en efecto, apestaba. Dos personas habían insistido en bajar del ascensor, y las almas valerosas que continuaron subiendo con ella parecían haber contenido el aliento durante los veintitrés pisos del ascenso.

El detective Ford los había dejado a Nick y a ella delante del hotel y se había ido a casa para explicarle a su mujer por qué olía a basura en su día libre. La habitación de Nick se hallaba en la torre sur del enorme complejo hotelero, lo cual explicaba por qué no se habían visto antes y significaba que tendrían que desinfectar las dos alas de los ascensores.

Ford, Nick y Maggie habían pasado varias horas rebuscando en los contenedores, revolviendo el interior de cubos de basura y buscando recipientes abandonados en las mesas de las terrazas de los bares, en los alféizares de las ventanas y en las macetas de flores. Maggie no se había fijado en los densos y negros nubarrones hasta que la lluvia comenzó a caer a raudales, obligándolos a poner fin a sus pesquisas y a buscar cobijo. Ella habría continuado, de haber estado sola. La lluvia le había sentado bien y quizás hubiera disipado del todo su tensión, al igual que el rancio olor de su piel. Pero el ruido de los truenos y el destello de los relámpagos sólo conseguía inquietarla aún más.

El detective Ford le había asegurado que Albert Stucky sería, en efecto, considerado el principal sospechoso del asesinato de Rita, a pesar de que aún no habían encontrado el riñon desaparecido. Maggie no comprendía por qué Stucky se había desviado de su juego, ¿o se habría llevado el recipiente a casa algún cliente despistado? ¿Era posible que alguien lo hubiera puesto en su nevera sin abrirlo, sin percatarse de lo que contenía? Parecía ridículo, y Maggie ni siquiera quería pensarlo. Pero el hecho era que no podía hacer nada más.

En cuanto entró en la habitación, notó que la luz roja del teléfono parpadeaba, indicando que tenía un mensaje. Levantó el aparato y marcó los números necesarios para recuperar sus mensajes de voz. Estaba acostumbrada a recibir mensajes de emergencia sobre su madre, que intentaba suicidarse tan a menudo como otras mujeres de su edad se hacían la manicura. Pero ¿no estaban cuidándola sus nuevos amigos? ¿Quién podía haberla llamado? Sólo había un mensaje y era, en efecto, urgente.

– Agente O'Dell, soy Anita Glaseo. La llamo de parte del director adjunto Cunningham. Quiere verla mañana en su despacho, a las nueve. Por favor, llámeme si no puede llegar a tiempo. Gracias, y que tenga un feliz viaje de regreso.

Maggie sonrió al escuchar la voz reconfortante de Anita, a pesar de que el mensaje la inquietaba. Escuchó las opciones, apretó el número para borrar el mensaje y colgó. Empezó a pasearse de un lado a otro, intentando contener la ira antes de que se apoderara de ella. Cunningham pretendía asegurarse de que volvía inmediatamente. Se preguntaba qué sabía ya del asesinato de Rita, o si había pensado siquiera en investigarlo. A fin de cuentas, Delaney seguramente le habría pintado la situación como si ella estuviera perdiendo la cabeza, imaginándose cosas.

Comprobó su reloj y se quitó algo reseco de la cara. Aún le quedaban seis horas para tomar el vuelo. Era el último que salía para Washington D. C. esa noche. Si iba a acudir a la cita con Cunningham por la mañana, no podía volver a retrasarlo. Pero ¿cómo demonios iba a marcharse de Kansas City sabiendo que Albert Stucky estaba allí, merodeando por la ciudad? Tal vez buscando a su siguiente víctima en ese mismo instante.

Comprobó la puerta de nuevo para asegurarse de que estaba bien cerrada. Puso la cadena y apoyó el respaldo de una silla de madera contra el picaporte, comprobando con el pie que las patas se sujetaran con firmeza. Luego se desnudó y guardó la ropa y los zapatos en una de las bolsas de plástico de tintorería que había en el armario. Como todavía olía, añadió dos bolsas más, hasta que dejó de percibir el olor.

Se llevó la pistola al cuarto de baño, dejándola a mano, sobre la encimera del lavabo. Dejó abierta la puerta, se quitó el sujetador y las bragas y se metió en la ducha.

El agua golpeaba y desentumecía su piel. Subió la temperatura todo lo que pudo. Quería librarse no sólo de los olores, sino del culebreo que notaba bajo la piel, de esa infestación de larvas que invadía su cuerpo cada vez que sabía que Albert Stucky andaba cerca. Se frotó la piel hasta dejarla roja y excoriada. Quería dejar su alma limpia, y que su cuerpo olvidara las heridas.

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