John Katzenbach - El Hombre Equivocado

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Ashley Freeman, estudiante de historia del arte en Boston, tiene una relación de una noche con un desconocido llamado Michael O'Connell. Al principio prece tratarse simplemente de un admirador insistente, pero poco a poco O'Connell, un ingenioso hacker, va entrando en la vida no sólo de Ashley sino también de su padre, un serio profesor universitario, y de su madre, una prestigiosa abogada, demostrando ser un psicópata obsesionado por controlar la vida de Ashley. Todo se convierte en una pesadilla. No hay posibilidad de disuadirlo: ni los sobornos ni las amenazas lo detienen. Y cuando el investigador asignado al caso aparece muerto, la familia entera entiende que se enfrenta a algo mucho más serio de lo que han imaginado.

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– ¿Qué le ha pasado exactamente a Hope? -exigió Sally.

– Ahora no hay tiempo de hablar. Tienes que volver a Boston ahora mismo. El tiempo es crucial. No sabemos lo que hará O'Connell…

– ¿Qué le ha pasado a Hope? -repitió Sally con furia en la voz.

– Ya te lo he dicho, ha tenido que pelear. Se ha cortado con un cuchillo. Cuando la he dejado, me ha dicho que te dijera que estaba bien. ¿Entendido? Eso es exactamente lo que ha dicho. «Dile a Sally que estoy bien.» Ahora debes terminar el trabajo. Tenemos que hacerlo todos. Hope ha hecho su parte y yo he hecho la mía. Ahora haz tú la tuya. Es lo último, y…

– ¿Se ha cortado con un cuchillo? -repitió Sally-. ¿Qué quieres decir? Y no me mientas.

– Te estoy diciendo la verdad -se envaró Scott-. Se ha hecho un corte. Es todo. Ahora vete.

Sally imaginó cien posibles réplicas en ese instante, pero se contuvo. Por furiosa que estuviera, sabía que una vez, años antes, ella le había mentido, y que ahora él le estaba mintiendo, y que así eran las cosas. Asintió, cogió la mochila y arrancó sin decir palabra.

Una vez más, Scott se quedó solo, contemplando las luces del coche desaparecer en la oscuridad.

El detective señaló las fotos de la escena del crimen.

– El fuego lo revolvió todo. Y peor aún que el fuego, la maldita agua con que los bomberos lo rociaron. Naturalmente, no se les puede pedir que no lo hagan -dijo con una sonrisa amarga-. Tuvimos suerte de que no ardiera la casa entera. El incendio se circunscribió a la zona de la cocina. ¿Ve esa pared del fondo, toda calcinada? El especialista en incendios dijo que quien lo provocó no tenía ni idea de lo que hacía, así que en vez de extenderse por la habitación, el fuego subió por la pared y el techo, y por eso lo vieron los vecinos. Así que al final tuvimos suerte de poder recomponer las piezas.

– ¿Ha trabajado en muchos homicidios? -pregunté.

– ¿Aquí? Esto no es como Boston o Nueva York. Somos un departamento bastante modesto. Pero el equipo de forenses estatales es bastante bueno, y el equipo de expertos vale la pena, así que, cuando se produce un asesinato, lo manejamos bastante bien. La mayoría de los homicidios que vemos son disputas domésticas que se tuercen, o bien trapicheos de drogas que salen mal. En la mayoría de los casos el culpable no huye, o al menos no lo hace su compañero, así que alguien nos dice a quién debemos pillar.

– Pero éste no fue el caso, ¿verdad?

– Qué va. Al principio hubo algunas preguntas que nos dejaron sin habla. Y mucha gente que no derramó una lágrima por la muerte del viejo O'Connell. Fue un mal marido, un mal padre y un mal vecino, además de un desalmado. Demonios, si hubiera tenido un perro lo habría dejado morir de hambre y le habría dado de patadas cada mañana sólo para dejar las cosas claras, ¿entiende? De todas maneras, en la casa y la escena del crimen quedó suficiente para una investigación.

Asentí.

– Pero ¿qué los puso en la dirección adecuada?

– Dos cosas. Quiero decir, teníamos un incendio y un cadáver parcialmente quemado y, tontos como somos, al principio pensamos que el viejo O'Connell, borracho perdido, había conseguido incendiar la casa consigo dentro. Ya sabe, se queda dormido con un cigarrillo y una botella de whisky en la mano. Naturalmente, lo más probable es que eso hubiera sido sentado en un sillón de la sala, o en la cama, no en el suelo de la cocina. Pero cuando el forense retiró la carne chamuscada, vio la herida del disparo y encontró una bala de calibre veinticinco en el cerebro y otra en el hombro, bueno, eso dio un vuelco a la investigación. Así que volvimos a aquel caos empapado, buscando alguna pista, ya sabe. Pero el doctor también encontró trozos de piel bajo las uñas del tipo, así que tuvimos un ADN muy interesante, y de repente el caos de la casa era el resultado de una pelea mortal. Y cuando interrogamos a los vecinos, uno de ellos recordó haber visto un coche con matrícula de Massachusetts que salió pitando de allí poco antes de que empezara el humo. Eso y los resultados del ADN nos consiguieron una orden de registro. Y entonces, ¿qué cree que encontramos?

Sonreía, y dejó escapar una risita. La satisfacción del policía al comprobar que a veces el mundo funciona como debe ser.

Yo estaba menos seguro de que hubiera llegado a la misma conclusión.

45 Una llamada sin respuesta

Hope condujo hacia el norte y cruzó el peaje de la frontera con Maine, dirigiéndose a un punto cerca de la costa que recordaba de unas vacaciones de verano, muchos años atrás, poco después de que Sally y ella se hubieran enamorado. Habían llevado a la pequeña Ashley en su primer viaje juntos. Era un sitio agreste, donde un crecido parque de árboles oscuros y matorrales retorcidos llegaba hasta el borde mismo del agua, y la costa rocosa capturaba las olas que llegaban desde el Atlántico, lanzando al aire chorros de espuma salada. En el verano era mágico: las focas jugando entre las rocas, diversas especies de aves marinas graznando en la brisa. Ahora, pensó, sería un sitio solitario, lo bastante tranquilo para pensar qué hacer exactamente.

Mantenía el codo contra la herida, presionando para reducir la hemorragia. La herida en sí le provocaba un dolor pulsante y constante. En más de una ocasión pensó que iba a desmayarse, pero luego, mientras el coche iba devorando kilómetros, hizo acopio de fuerzas y, con los dientes apretados, creyó que podría realizar el viaje sin paradas.

Trató de imaginar lo sucedido en su interior. Visualizó diferentes órganos (estómago, bazo, hígado, intestinos) y, como si fuese un juego infantil, intentó adivinar cuáles eran los cortados o perforados por el cuchillo.

El paisaje parecía aún más oscuro que la noche que la envolvía. Grandes grupos de pinos negros, como testigos junto a la carretera, parecían vigilar su avance. Cuando salió de la autopista, gimió de dolor al girar el volante para enfilar la rampa y luego internarse por carreteras secundarias que le recordaron el hogar de su infancia. Trató de controlar su respiración.

Se permitió imaginar que estaba realmente en la carretera que conducía a la casa de su infancia. Pudo visualizar a su madre en aquella época, el pelo recogido, en el jardín, arreglando las flores, mientras su padre estaba en el campo de fútbol que le había trazado, tratando de hacer filigranas con un balón. Oyó su voz llamándola para que se pusiera las botas y saliera a jugar. Su padre hablaba con fuerza, no como después, cuando la enfermedad lo acosó en el hospital.

«Ahora mismo voy», pensó.

Había pequeños carteles marrones cada pocos kilómetros que indicaban la dirección del parque, y ahora ya olió el salitre en el aire. Recordó que había un aparcamiento apartado y supo que estaría vacío esa fría noche de noviembre. Un camino de unos cien metros cubierto de hojarasca serpenteaba entre los árboles y matojos, atravesando una zona de picnics, y luego otro de un kilómetro y pico hasta el océano. Alzó los ojos y vio la luna llena. Sabía que podría necesitar su débil luz. «Luna de cazadores», pensó, e imaginó que las primeras nieves y el hielo no estaban ya muy lejos. Dudaba que viniera nadie; no sabría qué decir si lo hicieran. No le quedaban fuerzas para mentir ni siquiera al guardabosques.

Vio otro cartel, el fondo azul y una gran H blanca en el centro.

Era una tentación injusta, pensó. No se había acordado de que el parque estaba sólo a un par de kilómetros de un hospital.

Por un momento pensó en tomar esa dirección. Habría una gran mancha de luz brillante, y un cartel de neón rojo: «Entrada de Urgencias». Probablemente un par de ambulancias aparcadas por allí, en la entrada circular. Dentro habría una enfermera tras un mostrador. Se la imaginó: una mujer gruesa, de mediana edad, a quien no asustaría la sangre ni el peligro. Le echaría un vistazo a la herida de Hope, y luego la llevarían a la sala de reconocimiento, donde ella oiría los murmullos de médicos y enfermeras que se afanarían en salvarle la vida.

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