– No lo sé. Nunca me ha hablado de eso.
– Pasado mañana, diré una misa por vosotros. ¿Queréis venir, mañana por la tarde, a confesaros? Os confesaré personalmente, a fin de ayudaros para que Dios perdone vuestros pecados. ¿Puede mandármelos usted a la catedral a las tres?
– Sí.
– Me gustaría que viniesen en taxi o en coche particular.
– Les acompañaré yo mismo, monseñor -dice el doctor Naal.
– Gracias, hijo mío. Hijos míos, no os prometo nada. Sólo os diré una cosa: a partir de este momento, me esforzaré por seros lo más útil posible.
Al ver que Naal le besa el anillo y tras él el bretón, rozamos con nuestros labios el anillo episcopal y le acompañamos hasta su coche, que está aparcado en el patio.
El día siguiente, todos nos confesamos con el obispo. Yo soy el último.
– Anda, hijo, empieza por el pecado más grave.
– Padre, en primer lugar, no estoy bautizado, pero un cura, en la prisión de Francia, me dijo que, bautizado o no, todos somos hijos de Dios.
– Tenía razón. Bien. Salgamos del confesionario y cuéntamelo todo.
Le cuento mi vida detalladamente. Durante mucho rato, con paciencia, muy atentamente, ese príncipe de la Iglesia me escucha sin interrumpirme. Ha tomado mis manos en las suyas y, a menudo, me mira en los ojos y, algunas veces, en los pasajes difíciles de declarar, baja los ojos para ayudarme en mi confesión. Ese sacerdote de sesenta años tiene los ojos y el semblante tan puros, que refleja un no sé qué infantil. Su alma límpida y seguramente henchida de infinita bondad irradia en todos sus rasgos, y su mirada color gris claro penetra en mí como un bálsamo en una herida. Quedamente, muy quedamente, siempre con mis manos en las suyas, me habla con tanta suavidad que parece un murmullo:
– A veces, Dios hace que sus hijos soporten la maldad humana para que aquel que ha escogido como víctima salga de ello más fuerte y más noble que nunca. Ves tú, hijo mío, si no hubieses tenido que subir ese calvario, nunca habrías podido elevar te tan arriba y acercarte tan intensamente a la verdad de Dios. Diré más: las gentes, los sistemas, los engranajes de esa horrible máquina que te ha triturado, los seres fundamentalmente malos que te han torturado y perjudicado de diferentes maneras te han hecho el mayor favor que podían hacerte. Han provocado en ti un nuevo ser, superior al primero y, hoy, si tienes el sentido del honor, de la bondad, de la caridad y la energía necesaria para superar todos los obstáculos y volverte superior, a ellos se lo debes. Esas ideas de venganza, de castigar a cada cual en razón de la importancia del daño que te haya hecho, no pueden prosperar en un ser como tú. Debes ser un salvador de hombres y no vivir para hacer daño, aunque creas que este daño sea justificado. Dios ha sido generoso contigo. Te ha dicho: “Ayúdate, que yo te ayudaré.” Te ha ayudado en todo y hasta te ha permitido salvar a otros hombres y llevarles hacia la libertad. Sobre todo, no creas que todos esos pecados que has cometido sean muy graves. Hay muchas personas de elevada posición social que se han hecho culpables de hechos mucho más graves que los tuyos. Sólo que ellas no han tenido, en el castigo infligido por la justicia de los hombres, la ocasión de elevarse como la has tenido tú.
– Gracias, padre. Me ha hecho usted un bien enorme, para toda mi vida. No lo olvidaré jamás.
Y le beso las manos.
– Vas a irte de nuevo, hijo mío, y arrostrarás otros peligros. Quisiera bautizarte antes de tu marcha. ¿Qué te parece?
– Padre mío, déjeme así por el momento. Mi papá me crió sin religión. Tiene un corazón de oro. Cuando mamá murió, supo hallar, para quererme más aún, gestos, palabras, atenciones de madre. Creo que si me dejo bautizar cometería una especie de traición hacia él. Déjeme tiempo de ser completamente libre con una identidad establecida, una forma de vida normal, para que, cuando le escriba, le pregunte si puedo, sin causarle pena, abandonar su filosofía y hacerme bautizar.
– Te comprendo, hijo mío, y estoy seguro de que Dios está contigo. Te bendigo y pido a Dios que te proteja.
– He aquí cómo monseñor Iréneé de Bruyne se describe enteramente en ese sermón -me dice el doctor Naal.
– Es verdad, señor. Y ahora, ¿qué piensa usted hacer?
– Pediré al gobernador que dé orden a la aduana de que me concedan prioridad en la primera venta de embarcaciones secuestradas a los contrabandistas. Irá usted conmigo para dar su opinión y escoger la que le convenga. Para todo lo demás, alimentos y ropas, no habrá problemas.
Desde el día del sermón del obispo, tenemos visitas constantemente sobre todo por la tarde hacia las seis. Esas personas quieren conocernos. Se sientan en los bancos de la mesa y cada una trae algo que deja sobre una cama, pero lo deja sin tan siquiera decir: Le he traído esto. Sobre las dos de la tarde, acuden siempre hermanitas de los pobres acompañadas por la superiora que hablan muy bien francés. Su capazo siempre está lleno de cosas buenas cocinadas por ellas. La superiora es muy joven, menos de cuarenta años. No se le ve el cabello, recogido en una toca blanca, pero sus ojos son azules y sus cejas rubias. Pertenece a una importante familia holandesa (información del doctor Naal) y ha escrito a Holanda para que se busque otro medio que el de mandarnos fuera por mar. Pasamos buenos momentos juntos y, repetidas veces me hace relatar nuestra evasión.
En ocasiones, me pide que le cuente directamente a las hermanas que la acompañan y que hablan francés. Y si me olvido o paso por alto un detalle, me llama suavemente al orden:
– Henri, no corra tanto. Se salta usted la historia del guaco… ¿Por qué se olvida de las hormigas, hoy? ¡Es muy importante lo de las hormigas, pues gracias a ellas fue usted sorprendido por el bretón de la máscara!
Lo cuento todo porque aquellos son momentos tan dulces, tan completamente opuestos a todo cuanto hemos vivido, que una luz celestial ilumina de un modo irreal ese camino de la podredumbre en vías de desaparecer.
He visto la embarcación, un magnífico batel de ocho metros de largo, con muy buena quilla, mástil muy alto y velas inmensas. Está construido especialmente para pasar contrabando. El equipo está completo, pero hay sellos lacrados de la aduana por todas partes. Un caballero inicia la subasta con seis mil florines, aproximadamente mil dólares. Total, que nos lo dan por seis mil un florines, después de que el doctor Naal haya musitado unas palabras a ese caballero.
En cinco días, estamos preparados. Recién pintada, atiborrada de vituallas bien guardadas en la bodega, esta embarcación con media cubierta es un regalo regio. Seis maletas, una para cada uno, con ropas nuevas, zapatos, todo lo necesario para vestirse, son envueltas en una lona impermeable, y, luego, colocadas en el rool de la embarcación.
La prisión de Río Hacha
Al despuntar el día, zarpamos. El doctor y las hermanitas han venido a decirnos adiós. Desatracamos con facilidad del muelle, el viento nos toma en seguida y navegamos normalmente. Sale el sol, radiante. Una jornada sin tropiezos nos aguarda. Enseguida me percato de que la embarcación tiene demasiado velamen y no está lo suficientemente lastrada. Decido ser prudente. Avanzamos a toda velocidad. Este batel es un pura sangre en cuanto a rapidez se refiere, pero envidioso e irritable. Hago pleno Oeste. Hemos tomado el acuerdo de desembarcar clandestinamente en la costa colombiana a los tres hombres que se nos unieron en Trinidad. No quieren saber nada de una larga travesía, dicen que confían en mí, pero en el tiempo ya no. En efecto, según los boletines meteorológicos de los diarios que leímos en la prisión, se espera mal tiempo y hasta huracanes. Reconozco su derecho y queda convenido que les desembarcaré en una península solitaria y deshabitada, llamada la Guajira. Nosotros tres proseguiremos hasta Honduras británica. El tiempo es espléndido y la noche estrellada que sigue a esta jornada radiante nos facilita, gracias a una media luna potente, ese proyecto de desembarco. Vamos recto hacia la costa colombiana, echo el ancla y, poco a poco, sondeamos para ver si pueden desembarcar. Por desgracia, el agua es muy profunda y hemos de acercarnos peligrosamente a una costa rocosa para llegar a tener menos de un metro cincuenta de agua. Nos estrechamos la mano, todos ellos bajan, ponen pie y, luego, con la maleta a la cabeza, avanzan hacia tierra. Observamos la maniobra con interés y un poco de tristeza. Esos camaradas se han portado bien con nosotros, han estado a la altura de las circunstancias. Es una lástima que abandonen el batel. Mientras se acercan a la costa, el viento remite completamente. ¡Mierda! ¡Con tal de que no sean vistos desde la población señalada en el mapa que se llama Río Hacha! Es el primer puerto donde hay autoridades policíacas. Esperemos que no. Me parece que nos encontramos bastante más arriba del punto indicado por razón del pequeño faro que está en la punta que acabamos de rebasar.
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