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Lázaro Covadlo: Bolero

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Lázaro Covadlo Bolero

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Aníbal iturralde es un delincuente sin escrúpulos. Víctor, su hijo, un muchacho de carácter débil que necesita protección, y para eso está Olsen, un pistolero temerario y con buena puntería, a quien le repugna matar. Olsen es también un macho de arrebatada sexualidad y a la vez un individuo taciturno con problemas de conciencia. Un hombre traicionado que planea vengarse, un mañoso ladrón de automóviles y un amante susceptible. Y aún así, todas estas características no acaban de definirlo: su origen es incierto, tanto como sus instintos y designios. En el umbral de la madurez, Olsen descubre en su ser una realidad que lo sorprende y desconcierta. Bolero es novela negra y novela de amor, pero sobre todo una indagación sobre la amistad y el destino.

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Desde la ventana avista la casa principal. En ese momento los sirvientes estarán poniendo la mesa para la cena. En la cocina, la cocinera le habrá preparado sus platos predilectos v los invitados llegarán en menos de una hora. Todos ellos hombres de empresa, asociados suyos en algunos negocios. También vendrán su contable y su abogado. Pero todavía se estará un rato más allí, y si se le antoja los hará esperar.

Está en el pequeño pabellón situado a setenta metros de la casa principal. Cuando su padre compró la propiedad era un alojamiento de palomas y ratas, una construcción sólida, pero abandonada, que se utilizaba para guardar tractos. Él solía observarlo desde la ventana de su habitación. Cuando lo arreglaron, a instancias de Olsen, y para destinarlo a su «educación viril», se lo representaba como el recinto de las torturas. Quién lo habría dicho: ahora pasa en su interior buena parte del tiempo libre. Desde sus ventanas mira la casa grande como un lugar en el que no termina de hallarse. Siente que éste es su territorio más íntimo; bajo este tedio fue donde creció su odio hacia Olsen antes de que ese sentimiento se transformara. Este es el lugar donde su ángel guardián lo martirizaba pretendiendo que se transformara en una suerte de gladiador. «No puedes descansar, niñato -le decía, obligándolo a realizar fatigosos ejercicios-. Tu padre me ha encargado que te haga macho, así que mueve el culo, ¡carajo!»

Me cuesta contener el llanto -escribía Víctor Iturralde en las hojas de su diario-, pero el monstruo no debe verme llorando. Él posee un cuerpo fuerte, debo demostrarle que mi fortaleza reside en el espíritu. Así que aguantaré todo. Sí es necesario aguantaré hasta ¡a muerte.

Sus frases se enardecían a medida que avanzaba el texto. Procuraba hallar un tono que reflejara su martirio con tintes heroicos: Aguantaré hasta la muerte inexistente, ya que sobreviviré en forma de recuerdo para remorder las culpables memorias de mis verdugos de hoy. Así, me convertiré en espíritu reavivador de la culpa, y será tanto mi odio que en vida no podría soportarlo. Mi furiasiempre será mayor que la de mis enemigos, y los sonidos de mi nombre retumbarán como la más terrible maldición.

Escondía los cuadernillos en un rincón de esa misma escancia, y escribía por la noche en su cuarto cuando lograba sobreponerse al agotamiento, antes de hundirse en el sueño. En las mañanas volvía a llevarlos al pabellón. Al cabo de un tiempo los ordenó en un anaquel, entre sus libros de poesía, pero no en el mismo estante en el que se hallaban los de Olsen.

En la barraca donde vive ahora, Olsen posee pocas cosas. Nunca tuvo la costumbre de atesorar objetos, y no echa de menos sus libros de aquel entonces, aunque a veces recuerda algún título. También recuerda los diarios de Víctor, que en más de una oportunidad él leyó a escondidas. Para su gusto, el muchacho tenía un estilo exagerado. Vamos, hasta un tanto macarrónico:

Odio a ese hombre, y, sin embargo, en ocasiones no puedo dejar de admirarlo. A veces me sorprendo intentando complacerlo y tratando de caerle bien. Me avergüenza este estado de sumisión, me hace sentir menoscabado. Se me ocurre que así es como deben de sentirse las personas secuestradas cuando están bajo los efectos del síndrome de Estocolmo, del que tanto se ha hablado. Sí, esa extraña mezcla de temor y afecto que experimentan las víctimas hacia sus raptores.

Al parecer, soy la víctima de alguna misteriosa componenda entre Olsen y mi padre. Este le ha encargado que me entrene con dureza, Pero ello no justifica la inexplicable inquina con que me trata mi entrenador. Un aborrecimiento que yo procuro corresponder con prodigalidad, y en aras de tal fin me esfuerzo en ver al patrón (mí padre) y a su esbirro (Olsen) como a un monstruo de dos cabezas.

Sin embargo, no es nada fácil: a mi padre, además de odiarlo, es posible despreciarlo. Con Olsen no se puede. Tras la barrera de animosidad que intento establecer, reaparece de continuo la admiración, j ¡Esta contradicción es terrible!

Debo admitirlo: ¡cómo quisiera ser igual que tú, Olsen, monstruo maldito! ¡Qué daría por estar en tu piel, por ser dueño de tu fortaleza y tu desprecio! Si yo tuviera tus alas de ave de rapiña… si yo tuviera tus alas y tus garras de ave de rapiña volaría alto para caer de repente sobre mis verdugos y convertirlos en mis víctimas…

Ahora Olsen no recuerda detalladamente aquellos textos, pero sí recuerda que entonces sentía una extraña impresión al hojear el diario de Víctor Iturralde: Siempre es lo mismo, pensaba, inevitablemente acaba desvariando, y lo que comienza como una buena descripción acaba convertido en un chapurreo de adolescente. ¡El muy torpe me lo pone difícil! ¿Cómo se puede aborrecer a un chico así?

Pero necesitaba odiarlo, de otro modo, ¿cómo podría cumplir con su propósito?

Cierta tarde Olsen dijo que irían a dar un paseo en el Mercedes Benz. No le comunicó a Víctor adonde irían, dándole a entender que se trataba de una sorpresa. Durante la primera parte del trayecto, y antes de acercarse al centro, guardaron silencio. Víctor se dejaba llevar. A medio camino preguntó:

– ¿Sabe mi padre que hemos salido a esta hora?

– Tu padre te ha dejado en mis manos, chico.

– ¿Al menos a él lo has informado de adonde iríamos?

– Ya te he dicho que te ha dejado en mis manos, así que no seas tan pesado. Tú relájate y disfruta del viaje.

En ese instante Víctor intuyó que su custodio se había propuesto volverlo loco. La noción de la venganza, que a él te era tan afín, debía de ser la misma fuerza que movilizaba a Olsen. Claro, de repente creyó comprenderlo todo: él sólo sería el instrumento mediante el que Olsen le haría pagar al viejo todas sus afrentas. Quería destruirlo sin ver que podría ser su aliado y que podían unirse en el odio. Es una lástima que no lo entienda, pensó. Pero no sabía cómo decírselo.

Venganza. Olsen quería vengarse.

La idea en parte le hizo sentirse aliviado, como si la cosa no fuera con él, ya que era contra su padre. Eso le permitía dejarse llevar sin ofrecer resistencia. Hasta en el cuerpo sentía una grata sensación de pasividad: lo percibía flojo, desganado y desprovisto de intenciones, como un vegetal. No es fácil volver loca a una planta, pensó, y el pensamiento le hizo sonreír.

– Al parecer disfrutas del viaje, chico -comentó Olsen,

– No lo paso del todo mal.

– Pues me alegro, dentro de un rato lo pasarás aún mejor.

Estacionaron frente al portal de un edificio de apartamentos, en la calle del doctor Fleming. Un lugar donde Víctor nunca había estado. Olsen tocó un timbre de un panel de bronce con una cámara de televisión en el frontal. Zumbó una chicharra y la puerta se abrió automáticamente. Olsen la empujó y se hizo a un lado para dejarle paso. Víctor vaciló; empezaba a tener miedo. Olsen puso una mano en su espalda y, sin miramientos, lo lanzó al interior del inmueble. Subieron en un ascensor hasta el cuarto piso. Olsen llamó a una puerta de las dos que había en el pasillo. Enseguida se vio que alguien los observaba por una mirilla, detrás de la cual apenas se percibía un juego de sombras. La misma persona entreabrió la puerta, pero sin dejarles paso: la hoja se hallaba asegurada por una cadena que impedía abrirla del todo desde el exterior. Una mujer, de entre treinta y cuarenta años, prolijamente peinada y maquillada, les preguntó por sus intenciones. Olsen murmuró unas palabras que Víctor no alcanzó a oír, pero de inmediato la entrada quedó expedita y la dama pronunciaba con voz cordial y un punto festiva: «Pasen, señores, pasen ustedes».

Entraron a un salón de dimensiones regulares. Las paredes estaban pintadas en tono carmesí. Abundaban los divanes y las butacas mullidas, de paño gastado. Varias lámparas cubiertas por pantallas de tela o pergamino, rematadas por guardas de borlas y de flecos, proporcionaban una luz tenue y cálida. Había un pequeño bar. Como música de fondo sonaba una canción de Los Panchos: «Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer».

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