Geoffrey conocía muy bien a esa clase de científicos: el campo de batalla de los tipos como Thatcher era el tribunal de la opinión pública; el de Geoffrey era el laboratorio. Cualquiera de los dos podía resultar fatal para el otro, y la arena científica no siempre favorecía a los más aptos y preparados. Cuando se trazaban las líneas de batalla entre el establishment y la verdad, incluso en los salones de la ciencia, la verdad no siempre triunfaba a corto plazo. Y ese corto plazo podía durar generaciones. El descubrimiento revolucionario de Raymond Dart del eslabón perdido en la evolución humana había languidecido dentro de una caja en Sudáfrica durante cuarenta años mientras todo el establishment científico lo ignoraba y se inclinaba ante el altar del Hombre de Piltdown, un resto fósil falso construido con parte de la mandíbula de un mono y el cráneo de una mujer inglesa manchados con barniz para muebles. En aquella época resultaba políticamente correcto creer que el eslabón perdido sería encontrado en Europa, y ese prejuicio había sido suficiente para eliminar cualquier evidencia de lo contrario durante cuatro décadas. Y eran precisamente los científicos como Thatcher Redmond quienes causaban esa clase de agravios. Geoffrey lo sabía lo suficientemente bien como para mantenerse alejado de ellos.
Se reclinó en el asiento y miró a través de la ventanilla, lo que no impidió que Thatcher siguiera planteando su caso durante una hora más. Geoffrey no podía decidir si lo divertía o lo alarmaba la insistencia soporífera de ese hombre.
Hacía varios meses que Geoffrey había llegado a la conclusión de que el «Principio Redmond» de la estrella del Instituto Tecnológico de Massachusetts era charlatanería de primer orden. Después de haber analizado detenidamente el contenido del exitoso libro de Thatcher, para Geoffrey era más que evidente que se trataba de la clase de truco de salón que los científicos empleaban para explotar la opinión popular y llamar la atención: haz una afirmación temeraria que se aproveche de los miedos actuales, adjudícale una «probabilidad conservadoramente baja» para que parezca verosímil y luego ¡insiste en ello! Georfrey no estaba seguro de si Thatcher Redmond se tomaba realmente en serio la muestra de ciencia chapucera en su libro, o sus melodramáticos clichés, pero sí estaba impresionado por la astuta ciencia social que ese hombre mayor había exhibido en el texto. A pesar de que las histéricas predicciones de Thatcher acerca de una catástrofe inminente no podían ser probadas o desechadas aunque transcurriera incluso una década, si es que algún día podían probarse, no había duda de que encontraban un eco favorable en el zeitgeist dominante, algo que el trabajo de Geoffrey raramente había conseguido.
Por su parte, Thatcher recordaba perfectamente a Geoffrey de la conferencia de Stuttgart celebrada el año anterior. Lo había señalado de inmediato como uno de esos científicos «inconformistas» que él despreciaba, los que sacaban ventaja de su buena presencia y de una afectada iconoclasia para llevarse a las estudiantes a la cama. La juventud poseía cierta elegancia automática que Thatcher detestaba profundamente, y el hecho de que Geoffrey fuera afroamericano lo convertía en alguien estratégicamente difícil de atacar, algo que también detestaba. Pero, sobre todo, odiaba ese aire de integridad que exudaban los tipos encantadores como Geoffrey. Estaban orgullosos de su visión intransigente cuando, con toda probabilidad, esa visión jamás había sido expuesta a ningún desafío. Para Thatcher las cosas no habían sido tan fáciles.
Aun cuando suponía que había algunos científicos pertenecientes a la generación más joven que eran unos cruzados apasionados y sinceros, Redmond había aprovechado la oportunidad de ganar dinero fácil estrictamente para atiborrarse. El idealismo era un negocio para él. La ciencia no era más que un medio para alcanzar un fin. Nunca había sido un animal político, no se había adherido a la derecha ni a la izquierda en el espectro político. Pero era capaz de ir en cualquiera de las dos direcciones si ello le reportaba algún beneficio. Aunque pareciera irónico, se había decantado hacia la izquierda con el fin de convertirse en un capitalista; se había transformado en un defensor del medioambiente para su enriquecimiento personal. Su plan consistía en explotar la causa ecológica puramente en beneficio propio. Y era honesto en cuanto a ello, al menos consigo mismo, que era mucho más de lo que podían decir de la mayoría de sus colegas.
El silencio de Geoffrey comenzaba a incomodarlo.
– ¿Qué tiene que decir, doctor Binswanger? No ha manifestado su posición.
– Hum, lo siento, Thatcher. -Geoffrey se excusó con una inclinación de la cabeza mientras se quitaba el arnés de seguridad y se dirigía a la parte delantera del avión para hablar con la tripulación.
Lugar y Fecha.
Texto. 16.14 horas
Geoffrey y Thatcher brincaron como una piedra sobre el agua a través del globo, aterrizando dos veces antes de abordar un avión de reacción que los llevó a Pearl Harbor, donde subieron a otro C-2A Greyhound y se encontraron en el mismo lugar donde comenzaron, sentados en los asientos situados detrás de las alas del avión.
– Imagine un mundo donde no existiera vida inteligente, donde no existiera la humanidad -insistió Thatcher a un soñoliento Geoffrey-. Imagine, doctor, cómo avanzaría la naturaleza sólo en una proporción exacta a los recursos disponibles y retrocedería con perfecta modestia cuando esos recursos escasearan. Hubo una franja de tiempo que duró millones de años antes de la llegada de los llamados simios «racionales», cuando la selva tropical cubría los continentes y florecían innumerables especies de simios más humildes. Una vida lo bastante inteligente para disfrutar de la interacción con la naturaleza, pero no lo suficiente como para desafiarla, dañarla o intentar controlarla: la era dorada de los primates. Sin duda ese estadio, justo antes de la Razón, fue el más sublime alcanzado por la vida en este planeta, ¿no está de acuerdo, doctor? «Animal racional» es el oxímoron más grandioso que existe: un muñeco de ventrílocuo que imita a la naturaleza con su misticismo y su ciencia.
Geoffrey había estado soportando la incesante jeremiada de Thatcher durante la mayor parte de las seis horas que llevaban en esa última e insufriblemente larga etapa de su viaje. Sólo había podido evitar su cháchara dos horas antes con una siesta intermitente, e incluso entonces había soñado con un infinito bucle de las predicciones catastrofistas del científico.
Ya era bastante malo que le blandieran el Principio Redmond numerosas veces en lo que llevaban de viaje, pero si Geoffrey tenía que oír otra referencia más al Premio Tetteridge o al abultado cheque que acompañaba la beca Genius que, sospechosamente, Thatcher estaba seguro de obtener, o el Premio Pulitzer que apostaba que le concederían, o a otra estrella de cine con la que había almorzado, probablemente se vería obligado a utilizar la bolsa para el mareo que había en la parte posterior del asiento delante de él.
Geoffrey oyó que algo golpeaba ruidosamente en el techo del avión.
– Disculpe, Thatcher.
Agradecido por el motivo de distracción, se levantó de su asiento y se dirigió a la cabina de los pilotos.
Cuando llegó allí, vio que un brillante avión nodriza KC-135 Stratotanker retiraba la manga de combustible y se alejaba del Greyhound con una elegante demostración de acrobacias aéreas.
El piloto del Greyhound alzó el pulgar hacia el Stratotanker.
– ¡Muchas gracias, muchacho! [6]El piloto se volvió hacia Geoffrey.
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