Bosch se acercó a Margie y le apoyó una mano en el hombro. Ella depositó la cafetera en la encimera y se volvió para abrazarle.
– Este último año las cosas… -dijo Margie- se estropearon.
– Lo sé. Frankie me lo contó.
Margie se separó de Bosch y siguió llenando el termo.
– Margie, tengo que preguntarte algo antes de irme -dijo Bosch-. Se llevaron su pistola para analizarla hoy en balística. Frankie utilizó otra. ¿Sabes algo de esa pistola?
– No. Sólo tenía la pistola que utilizaba para su trabajo. No había otras pistolas en casa. Con las dos niñas… Cuando Frankie regresaba a casa guardaba la pistola en una pequeña caja fuerte que había en el suelo del armario. Él era el único que tenía la llave. Yo no quería en casa más pistolas de las necesarias.
Bosch pensó que si Margie se había negado a tener más pistolas en casa que la que Sheehan utilizaba para su trabajo, eso creaba una laguna. Frankie pudo haber conservado otra pistola sin que ella lo supiera, en un lugar tan oculto que ni siquiera los del FBI la habían hallado al registrar la vivienda. Quizás estuviera envuelta en un plástico y sepultada en el jardín. O tal vez Sheehan habría adquirido la pistola después de que Margie y las niñas hubieran abandonado la casa para trasladarse a Bakersfield. En tal caso, Margie no podía saber que Frankie tenía esa pistola. Bosch decidió no insistir en el tema.
– De acuerdo -dijo.
– ¿Por qué lo preguntas, Harry? ¿Acaso creen que la pistola es tuya? ¿Tienes problemas?
Bosch reflexionó unos instantes antes de responder.
– No, Margie. No te preocupes por mí.
La lluvia siguió cayendo durante la mañana del lunes, entorpeciendo la entrada de Bosch en Brentwood y obligándole a conducir a paso de tortuga. No era una lluvia torrencial, pero en cuanto caían cuatro gotas Los Ángeles se paralizaba.
Se trataba de un misterio que Bosch no lograba explicarse. Una ciudad definida en gran parte por la cantidad de coches que tenía, y sin embargo los conductores no sabían hacer frente a la mínima inclemencia meteorológica. Mientras conducía sintonizó la KFWB. Daban más información sobre los atascos del tráfico que sobre los incidentes violentos o disturbios que se hubieran producido durante la noche. Lamentablemente, las previsiones del tiempo anunciaban que el cielo se despejaría al mediodía.
Bosch llegó con veinte minutos de retraso a su cita con Kate Kincaid. La casa de la que supuestamente habían secuestrado a Stacey Kincaid era una inmensa mansión estilo rancho con las contraventanas negras y el tejado de pizarra gris. Había una amplia zona de césped que se extendía desde la calle hasta la casa, y un camino asfaltado que discurría frente a la fachada y que conducía hasta el garaje situado en el jardín, junto a la mansión. Bosch vio un Mercedes Benz aparcado junto al porche de la entrada. La puerta principal estaba abierta.
Al llegar al umbral saludó en voz alta y oyó a Kate Kincaid invitándole a pasar. La encontró en la sala de estar, sentada en un sofá cubierto con una sábana blanca. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas. La habitación parecía acoger una reunión de voluminosos y pesados fantasmas. Kate notó la sorpresa de Bosch.
– Cuando nos mudamos no nos llevamos ningún mueble -le explicó-. Queríamos partir de cero. Sin recuerdos.
Bosch observó que Kate Kincaid iba vestida de blanco, con una blusa de seda y un pantalón de lino. También ella parecía un fantasma. Su bolso de cuero negro, que reposaba en el sofá contiguo, contrastaba con la ropa de la mujer y las sábanas que cubrían los muebles.
– ¿Cómo está, señora Kincaid?
– Llámeme Kate.
– Muy bien, Kate.
– Me siento bien. Mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo. ¿Y usted?
– Regular. He pasado una mala noche. Y no me gusta que llueva.
– Lo siento. Parece que no ha dormido.
– ¿Le importa que eche un vistazo antes de que empecemos a hablar?
Bosch llevaba en el maletín una orden de registro de la casa, pero prefirió no sacarla todavía.
– Por supuesto que no -respondió Kate-. La habitación de Stacey da al pasillo que queda a su izquierda. Es la primera puerta a la izquierda.
Bosch dejó el maletín en el suelo enlosado de la entrada y echó a andar por el pasillo, tal como Kate Kincaid le había indicado. Los muebles del cuarto de Stacey no estaban tapados. Las sábanas blancas que los habían cubierto se hallaban amontonadas en el suelo. Daba la impresión de que alguien -probablemente la madre de la desgraciada niña- había visitado de vez en cuando la habitación. La cama estaba sin hacer. La colcha rosa y las sábanas a juego estaban arrugadas, sin duda no porque alguien hubiera dormido en la cama sino más bien porque alguien se había tumbado en ellas y las había apretujado contra su pecho. Bosch se sintió turbado al contemplarlas.
El detective se detuvo en el centro de la habitación, con las manos enfundadas en los bolsillos de la gabardina, y examinó las cosas de la niña. Había unos animalitos de peluche, unas muñecas y una estantería con libros de cuentos.
No se veían pósteres de películas, ni fotos de jóvenes estrellas de la televisión o cantantes de moda. Parecía la habitación de una niña mucho más pequeña de lo que era Stacey Kincaid en el momento de su muerte. Bosch se preguntó si la habrían decorado sus padres o si a ella le gustaría así, como si el rodearse de los objetos de su pasado la librara de los horrores del presente. Ese pensamiento hizo que Bosch se sintiera aún peor que al contemplar las ropas arrugadas de la cama.
Bosch se fijó en el cepillo que había sobre la mesa y observó unos pelos rubios entre las cerdas. Eso le animó un poco. Sabía que podrían utilizar los pelos del cepillo, en caso de que encontraran pruebas en el maletero de un coche y tuvieran que relacionarlas con la niña asesinada.
Se acercó a la ventana y miró a través de ella. Era una ventana corredera y en el alféizar observó unas manchas del polvo negro que se utilizaba para conseguir las huellas dactilares. Junto al cerrojo había unas marcas en la madera hechas con un destornillador o un instrumento parecido. Descorrió el cerrojo y abrió la ventana.
Bosch contempló al jardín trasero a través de la lluvia. Había una piscina en forma de habichuela, cubierta con un plástico. El agua de lluvia se había acumulado sobre el plástico. Bosch pensó de nuevo en la niña. Se preguntó si se lanzaría a la piscina para escapar y sumergirse hasta el fondo para desahogarse gritando.
Más allá de la piscina había un seto que rodeaba el jardín trasero. Medía unos tres metros de altura y garantizaba la intimidad en el jardín. Bosch reconoció el seto por haberlo visto en las imágenes del ordenador en la web de Charlotte.
Cerró la ventana. La lluvia siempre le entristecía. Y lo que menos necesitaba era algo que incidiera más aún en su bajo estado de ánimo. Tenía el fantasma de Frankie Sheehan en la cabeza, un matrimonio fracasado sobre el que no tenía tiempo para pensar, y las terribles imágenes de una niña con aspecto de haberse perdido en el bosque.
Bosch sacó una mano del bolsillo para abrir el armario ropero. Las prendas de la niña seguían allí. Unos vestidos de alegres colores que pendían de unos colgadores de plástico. El detective los examinó hasta dar con el vestido blanco con el estampado de banderitas. También recordaba haberlo visto en la web.
Bosch salió al pasillo y echó una ojeada a las otras habitaciones. Una de ellas parecía el cuarto de invitados, que Bosch reconoció como la habitación que aparecía en las fotos de la página web. Aquí era donde Stacey Kincaid había sido violada y filmada. Bosch no se detuvo en ella. En el otro extremo del pasillo había un baño, la habitación del matrimonio y otro dormitorio, que había sido transformado en una biblioteca y un despacho.
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