Jean-Christophe Grangé - La línea negra

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Intriga, asesinatos en serie, un criminal obsesionado por la sangre que está dejando un reguero de hermosas mujeres asesinadas mediante un extraño protocolo, y un periodista que pretende llegar hasta el fondo de las motivaciones del asesino, y para ello se presta a un peligroso juego… El actual rey del thirller francés presenta una novela fascinante, de ritmo frenético, que explora los tortuosos recovecos de la mente de un psicópata en un itinerario de infarto a través del sureste asiático.

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Con muchos titubeos, Wong-Fat obedeció. El guardia se irguió; observaba la escena con atención. Jimmy le hizo un gesto tranquilizador.

– Mírame la nuca.

Notaba el aliento entrecortado, jadeante, del hombre a su espalda. Percibía el olor penetrante y viscoso de su transpiración. Por contraste, saboreaba su propia sequedad. Su piel no sudaba. Su pelo, cortado al cepillo, no se adhería. Él pertenecía al mundo mineral.

– ¿Qué ves?

– Un… una marca.

– ¿Qué clase de marca?

– Una especie de cicatriz en la que no crece el pelo.

– ¿Qué forma tiene esa cicatriz?

Silencio. Imaginaba al chino inclinado sobre su nuca, escogiendo cuidadosamente las palabras.

– Yo diría que es… un bucle, una espiral.

– Ven a sentarte.

Jimmy regresó a su asiento, más calmado. Reverdi adoptó un tono grave, el que utilizaba cuando daba clases de inmersión en apnea:

– No es una cicatriz, por lo menos no en el sentido en que tú la entiendes. No ha habido ninguna herida externa. Es una calva.

– ¿Una calva?

– Después de un choque psicológico, en una zona del cráneo los cabellos no vuelven a crecer. La piel conserva la marca del trauma.

– ¿Qué… qué trauma?

Reverdi sonrió:

– Esa confidencia no toca desvelarla hoy. Lo que debes entender es que cuando era pequeño me sucedió algo. Desde que sufrí ese choque, tengo ese dibujo inscrito en la piel. Un bucle que recuerda una cola de escorpión.

El chino estaba boquiabierto. Ya no movía la nuez; no se acordaba de tragar saliva.

– Cualquier otro se habría dejado el pelo largo para esconder esa marca. Yo no. Una herida solo nos debilita si la escondemos.

Wong-Fat seguía mirándolo. Parpadeaba muy deprisa, como si una luz lo deslumbrara.

– Mi herida no es un signo de debilidad. Ni una imperfección. Es un signo de poder que todo el mundo debe ver y aceptar. No escondas nunca nada, Jimmy. Ni tus deseos ni tus pecados. Tu vicio, tu atracción por las vírgenes, es tu huella en el mundo.

Reverdi hizo otra pausa; Jimmy estaba en éxtasis. Después añadió en un tono menos solemne, barriendo el aire con las cadenas:

– Si quieres ser mi amigo, extirpa la vergüenza de tu corazón. Y no vuelvas a adoptar ese tono condescendiente conmigo. No vuelvas a explicarme las leyes de tu país. Antes de que tú echaras a andar, yo ya me sumergía con pescadores clandestinos en las aguas de Penang. Y sobre todo, no vuelvas a hablarme de demencia. Warden! (¡Guardia!) -gritó Jacques antes de añadir con amabilidad, como si le tendiera un mango abierto-: Puedes llevarte el tabaco. No fumo.

10

No había encontrado lo que buscaba en su biblioteca.

Ahora estaba probando suerte en los archivos de Le Limier .

Era un lugar inmenso, laberíntico. El grupo editorial propietario del periódico había comprado varias colecciones de periódicos que se remontaban hasta principios del siglo xx. Esos pasillos forrados de armarios metálicos tenían aspecto de albergar contratos de seguros o expedientes de la Seguridad Social, pero en realidad escondían buena parte de los crímenes de la humanidad: asesinatos, violaciones, incestos. Todas las vilezas imaginables estaban allí, cuidadosamente clasificadas por años, números y categorías.

Marc había ido a trabajar allí con frecuencia, sobre todo cuando redactaba la sección «Los casos negros de la historia», unas páginas de Le Limier dedicadas a los crímenes del pasado. Al lado de los archivos propiamente dichos, había una sala de trabajo con varias mesas y una máquina de café. Una verdadera biblioteca.

Pero el elemento clave de toda búsqueda era el archivero, Jérôme, que parecía haber sido comprado junto con el material. Marc no sabía cuál era su apellido. El hombre se expresaba como si hubiera vivido personalmente todos los procesos y las investigaciones recogidos allí. Ni un nombre, ni una fecha se le escapaba. Físicamente, rozaba la caricatura. Sin edad, sin ningún signo distintivo, llevaba en todas las estaciones varios jerséis superpuestos. Un milhojas de lana y nailon. Al preguntarle Marc por lo que le interesaba. Jérôme lo había orientado sin la menor vacilación.

Mientras recorría los pasillos de hierro ese lunes por la mañana, Marc pensaba en el fin de semana que acababa de pasar. No había parado de pensar en Jacques Reverdi. Asesino compulsivo. Fiera salvaje. Seductor. Hombre de mujeres… Las palabras pronunciadas por Erich Schrecker y la pequeña camboyana no se le iban de la cabeza. Seguramente tenían razón, pero estaba convencido de que, por el momento, nadie sabía la verdad sobre el hombre y sus actos.

El viernes había escrito deprisa y corriendo otro artículo desarrollando el caso de 1997 en Camboya. Pero ya le tenía sin cuidado escribir algo interesante o encontrar una primicia para Verghens. Una convicción se afianzaba en él de forma inexorable. Jacques Reverdi era una encarnación del Mal que perseguía un fin secreto. Uno de esos diamantes puros que Marc llevaba tanto tiempo buscando. Un asesino que, gracias a su práctica espiritual, tenía una visión real de su neurosis y podía mostrar, como si se tratara de una transparencia, el rostro del crimen.

Durante dos días se había encerrado en su estudio y había estudiado una vez más la documentación. Recortes de prensa, fotografías, biografías, sitios de internet: no había pasado nada por alto. Podía recitar de memoria pasajes enteros de esa literatura. Sin embargo, todos esos hechos, datos, comentarios y elogios databan de la época «positiva» de Reverdi. En cuanto a la entrevista de Pisaï, era como una balsa de aceite.

El domingo por la noche, agotado tras cuarenta y ocho horas de búsqueda estéril, había llegado a la conclusión de que debía ver urgentemente al asesino. Conseguir por todos los medios que le concediera una entrevista.

Era la única manera de averiguar algo.

Se le había ocurrido una idea, todavía vaga, que merecía una pequeña investigación. Marc se detuvo en otro pasillo: acababa de dar con el armario que buscaba. Descorrió la puerta y cogió un número antiguo de Le Limier . Allí mismo, de pie, hojeó el periódico hasta encontrar el artículo que quería releer.

Era un artículo sobre la correspondencia mantenida entre presos y personas de fuera de la cárcel. Marc no era un especialista en el tema; solo sabía que los asesinos en serie recibían mucho correo: insultos, exhortaciones al arrepentimiento y cartas de compasión, así como poemas, declaraciones de amor, discursos de admiración…

Leyendo el artículo, recordó las cifras y los hechos. Un asesino como Guy George había recibido hasta cíen cartas al día durante el juicio. Más alucinante todavía: los asesinos norteamericanos creaban sitios en internet, donde se presentaban (Charles Manson tenía un sitio muy completo), vendían fotos dedicadas e incluso cuadros, dibujos, textos y poemas de su cosecha.

Pero el reportaje no hablaba solo de los famosos. Todos los presos mantenían contactos. La correspondencia en prisión era un universo en sí misma. Una esfera de intercambios, organizada casi siempre por asociaciones caritativas especializadas con nombres como El Correo de Bovet, Genepi o Amistad sin Rostro. De este modo circulaban miles de cartas. Las organizaciones siempre aconsejaban a los voluntarios, como medida de prudencia, utilizar un seudónimo y poner la dirección de su sede social. Los anuncios por palabras en los periódicos también eran legión. La sección «Sentimientos en la sombra» del semanario L'Itinérant , por ejemplo, publicaba peticiones de presos simplemente de una mujer con quien cartearse, de una compañera o del alma gemela.

El alma gemela.

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