– Es verdad. -Dermot parecía tener razón, pero no sabía muy bien adonde quería llegar-. ¿Qué quieres decir? -pregunté sin rodeos.
– Podrías hacer un tercer dormitorio aquí si usases ese extremo como almacén -explicó-. ¿Ves esa parte?
Estaba apuntando hacia un lugar donde la inclinación del tejado creaba un espacio natural de unos dos metros de profundidad y la anchura de la casa.
– No debería costar hacer una partición y poner algunas puertas -dijo mi tío abuelo.
¿Dermot sabía cómo poner puertas? Debí de parecer asombrada, porque añadió:
– He estado viendo el canal HGTV [4] en el televisor de Amelia.
– Oh. -Fue todo lo que pude respondí mientras intentaba dar con una observación más inteligente. Aún me sentía perdida-. Bueno, podríamos hacerlo. Pero no creo que necesite otro dormitorio. Quiero decir: ¿quién querría vivir aquí arriba?
– ¿No es bueno tener siempre más dormitorios? Es lo que dicen los del canal de televisión. Y a mí no me importaría mudarme aquí arriba. Claude y yo podríamos compartir el saloncito y ambos tendríamos nuestro propio espacio.
Me sentí fatal por no haber preguntado nunca a Dermot si tenía alguna objeción sobre compartir dormitorio con Claude. Estaba claro que sí. Dormir en un catre en el saloncito… Había sido un desastre de anfitriona. Miré a Dermot con más atención que nunca. Su tono había sonado esperanzado. Quizá mi nuevo inquilino tenía un empleo a tiempo parcial; me di cuenta de que, en realidad, no sabía a qué se dedicaba Dermot en el club. Había dado por sentado que estaría con Claude cuando éste se fuese a Monroe, pero nunca había tenido la curiosidad suficiente para preguntarle lo que hacía una vez allí. ¿Y si ser medio hada era lo único que tenía en común con el egoísta de Claude?
– Si crees que tendrás el tiempo para hacer el trabajo, me encantaría comprar el material necesario -dije sin tener muy claro de dónde salían mis palabras-. De hecho, si pudieras lijar, imprimar, pintarlo todo y construir la partición, te lo agradecería en el alma. Te pagaría gustosa por el trabajo. ¿Qué te parece si vamos al almacén de madera de Clarice el próximo día que libre? ¿Podrías calcular cuánta madera y pintura necesitaríamos?
Dermot se encendió como un árbol de Navidad.
– Puedo intentarlo, y sé dónde alquilar una lijadora -dijo-. ¿Confías en mí para que lo haga?
– Sí -contesté, poco convencida de mi sinceridad. Pero, después de todo, ¿qué podría empeorar el desván? Empecé a sentir que el entusiasmo también se me contagiaba-. Estaría genial reformar este espacio. Dime cuánto debería pagarte por todo.
– Ni hablar -respondió -. Me has dado un hogar y la tranquilidad de tu presencia. Es lo mínimo que puedo hacer a cambio.
Argumentado así, no podía discutirle nada. Es lo que tiene cuando alguien se muestra tan determinado a no recibir un obsequio, y ésa era una de tales situaciones.
Había sido una mañana repleta de información y sorpresas. Mientras me lavaba la cara y las manos para deshacerme del polvo del desván, oí que un coche se acercaba por el camino privado. El logotipo de la tienda Splendide, impreso con letras góticas, llenaba el lateral de una furgoneta blanca.
Brenda Hesterman y su socio salieron del vehículo. El hombre era bajo y compacto, vestía unos pantalones sueltos con un polo azul y brillantes mocasines. Su pelo, de canas incipientes, era bastante corto.
Salí al porche a recibirlos.
– Hola, Sookie -saludó Brenda, como si fuésemos viejas amigas -. Te presento a Donald Callaway, el copropietario de la tienda.
– Señor Callaway -dije, saludando con un gesto de la cabeza-. Pasad, por favor. ¿Queréis beber algo?
Ambos declinaron la oferta mientras subían los escalones. Una vez dentro, repasaron con la mirada el atestado salón, mostrando una apreciación que mis huéspedes feéricos no habían mostrado.
– Adoro el techo de madera -dijo Brenda-. ¡Y mira los tablones de la pared!
– Una casa antigua -observó Donald Callaway-. Enhorabuena, señorita Stackhouse, por vivir en una casa tan maravillosa y llena de historia.
Intenté no parecer tan desconcertada como me sentía. No era la reacción a la que estaba acostumbrada. La mayoría de la gente me compadecía por vivir en una casa tan antigua. Las paredes no eran muy eficaces y las ventanas no eran las normales.
– Gracias -dije, dubitativa-. Bueno, todo esto es lo que había en el desván. Echad un vistazo a ver si hay algo que os guste. Llamadme si necesitáis algo.
No tenía ningún sentido quedarme por allí, y quedarme a observar lo que hacían me hacía sentir un poco violenta. Me fui a mi habitación para limpiar el polvo y ordenarla y, de paso, limpiar uno o dos cajones. En circunstancias normales, me habría puesto la radio, pero ahora prefería tener el oído listo por si necesitaban algo. Hablaban entre ellos en voz baja de vez en cuando, y me di cuenta de que sentía curiosidad por lo que estuvieran decidiendo. Cuando oí que Claude bajaba las escaleras, pensé que sería buena idea salir a despedirme de él y de Dermot antes de que se marcharan.
Brenda se quedó con la boca abierta al paso de los dos atractivos feéricos frente al salón. Los retuve lo suficiente para hacer las presentaciones y mantener un mínimo de educación. No me sorprendió nada que Donald pensase en mí con otra perspectiva tras conocer a mis «primos».
Me encontraba fregando el suelo del cuarto de baño del pasillo cuando oí a Donald soltar una exclamación. Fui corriendo al salón intentando mostrar una curiosidad casual.
Había estado echando un vistazo al escritorio de mi abuelo, una pieza muy fea y pesada que había sido objeto de muchos juramentos y sudores por parte de los hadas cuando lo llevaron hasta el salón.
El pequeño hombre se encontraba frente a él en ese momento, la cabeza cerca del espacio para las rodillas.
– Aquí hay un compartimento secreto, señorita Stackhouse -dijo, y avanzó unos centímetros de cuclillas -. Ven, te lo enseñaré.
Me arrodillé junto a él, emocionada ante el inminente descubrimiento. ¡Un compartimento secreto! ¡El tesoro de los piratas! ¡Un truco de magia! Todos ellos desencadenan una alegre anticipación infantil.
Con la ayuda de la linterna de Donald, observé que al fondo del escritorio, en la zona donde debían encajar las rodillas, había un panel suplementario. Había unas diminutas bisagras, lo suficientemente altas para que ninguna rodilla se rozara con ellas, de modo que la puerta se abriera hacia arriba.
Cómo abrirla era un misterio.
Después de permitirme que echara un buen vistazo, Donald dijo:
– Puedo intentarlo con mi navaja de bolsillo, señorita Stackhouse, si no hay objeción.
– Ninguna en absoluto -respondí.
Se sacó una navaja bastante compacta del bolsillo y sacó la hoja, deslizándola suavemente por la comisura. Como era de esperar, en medio de la comisura dio con un cierre de algún tipo. Empujó suavemente con la hoja, primero desde un lado y luego desde el otro, pero no pasó nada.
A continuación empezó a palpar la madera alrededor de todo el hueco para las rodillas. Había una franja de madera en ambos puntos donde los laterales y la parte superior del hueco se encontraban. Donald presionó y empujó, y justo cuando iba a darme por vencida, se produjo un oxidado chasquido y el panel se abrió.
– ¿Qué tal si haces los honores? -propuso Donald-. Es tu escritorio.
Era un argumento razonable y cierto, así que ocupé su sitio cuando lo dejó libre. Levanté el panel y lo mantuve en alto mientras Donald apuntaba con su linterna, pero como mi cuerpo bloqueaba la luz, me llevó un rato sacar el contenido.
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