Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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– ¿Pero por qué?

– ¿Por qué? Porque Contantino quería esa gran cantidad de metal, tan antigua, para fundirla y hacer armas para su ejército. Hizo que lo enviaran a Ostia y lo embarcaran hacia el puerto de Siracusa. De allí se decía que el metal se llevaría a Constantinopla.

Se echó a reír amargamente, pero se calló cuando vio que Fidelma lo miraba con curiosidad.

– Es la ironía del asunto -explicó, encogiéndose de hombros.

– ¿Ironía?

– Sí. El metal ni siquiera llegó a Siracusa. Una incursión de una flota árabe interceptó el convoy con el metal robado en Roma antes de que los barcos de Constancio pudieran llegar a puerto y la carga fuera llevada a Alejandría.

– ¿Alejandría?

Licinio asintió con la cabeza.

– Lleva veinte años en manos de los musulmanes. -Se encogió de hombros-. Ésta es la respuesta a su pregunta, hermana.

Fidelma se quedó pensativa.

– ¿Y el emperador de Roma está ahora en el sur del país?

– Hace cuatro semanas se fue hacia el sur. Creo que todavía está luchando allí contra los musulmanes.

– ¿Así que a eso se debe el nerviosismo que hay en este lugar?, ¿ésa era la razón por la que el capitán de mi barco, en el viaje hasta aquí, se sobresaltaba al ver una señal de vela al sur en el horizonte?

Habían llegado a las escaleras del palacio de Letrán.

– El Superista ha ordenado preparar una habitación para que os sirva de officina en la que vos y el hermano sajón podáis dirigir las pesquisas -le informó el tesserarius, suponiendo que Fidelma ya se había contestado ella misma su pregunta-. Se dirigieron por un pasillo hasta un apartamento cercano al que utilizaba el gobernador militar de la casa del Papa. Fidelma vio que el mobiliario era escaso, pero funcional. El hermano Eadulf ya estaba dentro; se levantó de su asiento cuando entraron. Parecía descansado.

– He avisado a los hermanos de que estén preparados para ser interrogados -dijo cuando entró Fidelma y se sentó en una de las varias sillas de madera que había en la habitación.

– Excelente. Aquí Licinio hará de dispensator nuestro y nos los traerá cuando se requiera su presencia.

El joven tesserarius asintió secamente con la cabeza, ahora ya era todo oficial.

– Cuando queráis, hermana.

Eadulf se rascó la punta de la nariz. Había reunido algunas tablillas de arcilla para escribir y un stylus, y lo había colocado todo sobre una mesa pequeña.

– Tomaré nota cuando sea necesario -dijo-, pero, en verdad, Fidelma, no creo que sirva de mucho todo esto. Yo creo…

Fidelma levantó la mano para hacerlo callar.

– Lo sé. El hermano Ronan Ragallach es el culpable. Así que tolerad mi curiosidad, Eadulf, y superaremos esto con mayor facilidad.

Eadulf apretó las mandíbulas y se calló.

Fidelma no estaba contenta. Le hubiera gustado que Eadulf se mostrara más abierto al asunto, pues ella apreciaba su mente aguda y su valoración perspicaz de la gente. Pero ella no podía ir en contra de su intuición y estaba segura de que había un misterio escondido en el que hurgar.

– Empecemos con el hermano Ine, el criado personal de Wighard -anunció Fidelma con firmeza.

Eadulf lanzó una mirada a Licinio.

– Id buscar al hermano Ine. He pedido a los que podemos querer ver que estén a nuestra disposición en el vestíbulo. Probablemente lo encontrareis allí esperando.

El joven tesserarius inclinó la cabeza y se fue.

Eadulf volvió su mirada hacia Fidelma y sonrió sardónicamente.

– A nuestro amigo patricio no parece que le guste mucho nuestra investigación.

– Yo creo que preferiría estar luchando en los antiguos ejércitos imperiales de Roma que haciendo simplemente de guardia y guardaespaldas de un grupo de religiosos -replicó Fidelma con solemnidad-. Lleva su ascendencia patricia con toda la impaciencia y arrogancia de un joven inmaduro. Sin embargo, tiene el tiempo a su favor, pues crecerá y madurará.

Pareció que Licinio se acababa de ir cuando la puerta se abrió.

Entró un hombre bajito, delgado y de rasgos lúgubres. Debía de tener unos cuarenta años, consideró Fidelma. Detrás de él estaba el joven tesserarius.

– El hermano Ine -anunció Licinio, casi lanzando involuntariamente al monje al interior de la estancia y cerrando la puerta detrás de él.

– Entrad, hermano Ine -dijo Eadulf señalando un asiento-. Ella es sor Fidelma, de Kildare, a la que el obispo Gelasio ha encargado, junto conmigo, la investigación de la muerte de Wighard.

El monje miró a Fidelma con ojos oscuros y solemnes sin que mudara su expresión melancólica.

Deus vobiscum - murmuró, hundiéndose en la silla.

– Hermano Ine -dijo Fidelma pensando que tenía que asegurarse de que el monje había entendido bien-. ¿Entendéis que estamos investigando la muerte de Wighard de Canterbury con la autoridad de la casa del Papa?

El hermano Ine asintió con un tirón rápido y nervioso de la cabeza.

– ¿Erais el criado personal de Wighard?

Requiescat in pace! - entonó el hermano Ine piadosamente a la vez que hacía una genuflexión-. Yo servía al último arzobispo designado. Ciertamente, era más que su confidente.

– ¿Sois del reino de Kent?

Eadulf decidió reclinarse y dejó que Fidelma hiciera todas las preguntas que quisiera.

– Así es -pareció que una expresión de orgullo invadía los rasgos lúgubres del monje, pero sólo momentáneamente-. Mi padre fue churl en la casa de Eadbald, el rey, y mi hermano sigue en la casa de Eorcenberht, que ahora se sienta en el trono.

– Un servidor -explicó Eadulf, por si los conocimientos que tenía Fidelma del sajón eran insuficientes-. Un churl es un criado.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis sirviendo a Cristo? -preguntó Fidelma, dirigiéndose al hermano Ine.

– Mi padre me ofreció a la abadía de Canterbury cuando Honorio era arzobispo. Yo tenía diez años y crecí en el servicio a Nuestro Señor.

Fidelma había oído esta curiosa costumbre sajona de poner a los niños a servir en un monasterio o abadía.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis como criado de Wighard?

– Veinte años. Me convertí en su sirviente cuando fue nombrado secretario del obispo Ithamar de Rochester.

– Ithamar fue el primer hombre de Kent que fue consagrado obispo, casi cincuenta años después de que Agustín llevara el cristianismo a Kent -intervino Eadulf para dar la explicación.

Fidelma no dio muestras de agradecer el comentario, pero el hermano Ine asintió con la cabeza.

– Fue el mismo año en que la familia de Wighard fue asesinada durante un ataque picto en el norte de la costa de Kent. Cuando él era tan sólo un modesto sacerdote, el arzobispo estaba casado y tenía niños pequeños. Después de su muerte, Wighard se dedicó al trabajo de la Iglesia y sirvió a Ithamar durante diez años. Cuando murió Honorio y Deusdedit se convirtió en el primer arzobispo sajón de Canterbury, eligió a Wighard como secretario, y así nos fuimos de Rochester a Canterbury. Desde entonces he estado con Wighard.

– Así pues, hace mucho que conocéis a Wighard.

El hermano Ine hizo una mueca de asentimiento.

– ¿Tenéis vos noticia de que Wighard poseyera algún enemigo?

Ine frunció el ceño y lanzó una mirada furtiva a Eadulf antes de bajar la vista. Parecía tener dificultad en encontrar las palabras.

– Wighard era un defensor de la regla de Roma y, como tal, se encontraba con mucha hostilidad…

Como no acabó, Fidelma sonrió cansada.

– ¿Ibais a decir por parte de los que defienden la regla de Colmcille, como yo misma?

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