Peter Tremayne - Una Mortaja Para El Arzobispo

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Sor Fidelma se encuentra en Roma para presentar al Santo Padre la regla de su orden. Según sus previsiones, la estancia en la Ciudad Eterna será breve, pero un suceso inesperado y de consecuencias imprevisibles va a trastocarlo todo: el arzobispo Wighard de Canterbury ha sido asesinado y robados los tesoros y reliquias de incalculable valor que había traído consigo. A la joven monja y a su amigo Eadulf les encargan la resolución de un caso en apariencia sencillo, pues las pruebas acusan claramente a un religioso irlandés que ya ha sido apresado. Sor Fidelma, sin embargo, se resiste a confirmar su culpabilidad: son muchos los cabos sueltos y demasiados los sospechosos envueltos en una trama en la que se mezclan horrendos crímenes pasados, locos sueños de grandeza y oscuras ambiciones de poder. Además, un sentimiento que ella creía haber descartado la empuja a retrasar lo más posible el momento en que deberá separarse de Eadulf.

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Fidelma se giró interesada.

– ¿No pedís nada para vos, anciano? ¿Por qué?

– El chico necesita más oraciones que yo -gruñó el viejo poniéndose a la defensiva.

– ¿Y eso?

– Se quedará solo en el mundo cuando me llegue la hora. Yo soy viejo y ya he vivido muchos años. Pero el padre del muchacho, que era mi hijo, ya se me ha adelantado junto con su mujer. El chico no tiene a nadie y quizás una oración pudiera asegurarle una vida mejor que la de estar condenado a sentarse aquí y vender velas.

Fidelma examinó el rostro impasible del muchacho. Sus ojos inexpresivos e inmóviles le devolvieron la mirada.

– ¿Qué querríais hacer en este mundo? -preguntó ella.

– Poco importa. Pues lo único que puedo hacer es estar sentado y soñar -murmuró el niño.

– ¿Pero cuál es vuestro sueño?

Por un momento, al niño le brillaron los ojos.

– Me gustaría poder leer y escribir y servir en algún gran monasterio. Pero no puedo.

El niño volvió a bajar los ojos y su rostro se convirtió en una máscara.

– Porque no tiene posibilidad de que le enseñen -suspiró el viejo-. Yo no tengo estudios, ¿sabéis? -dijo girándose hacia ellos en tono de disculpa-. Y no tengo dinero. Vender velas a los peregrinos no es más que un medio de subsistencia. No sobra dinero para lujos.

– ¿Cómo os llamáis, chico? -preguntó Fidelma con expresión amable.

– Antonio, hijo de Nereo -dijo el niño con cierto orgullo.

– Rezaremos por vos, Antonio -le aseguró Fidelma.

La chica se volvió hacia el abuelo e inclinó la cabeza.

– Y por vos, anciano. Gracias por vuestro oportuno rescate.

Capítulo 7

Todavía hacía calor y se notaba la humedad, aunque la tarde estaba ya avanzada. Sor Fidelma había regresado desde el cementerio al hostal que gobernaba el diácono Arsenio y su esposa Epifania. Estaba exhausta, pues llevaba levantada desde antes del amanecer. No sólo había querido comer sino también echar una siesta, el nombre local de la sexta, la sexta hora del día, el momento más caluroso, cuando la mayoría de ciudadanos de Roma descansaba del calor agobiante. Ahora, después de haberse dado un baño y recuperada por la siesta, encontró al tesserarius, Furio Licinio, que esperaba para escoltarla otra vez al palacio de Letrán, donde había prometido reunirse con el hermano Eadulf para empezar a interrogar al séquito de Wighard.

Su primera pregunta al joven guardia del palacio fue respecto al paradero del hermano Ronan Ragallach.

Licinio negó con la cabeza.

– No hay rastro de él desde que huyó de la celda esta mañana, hermana. Lo más probable es que se oculte en algún lugar de la ciudad, aunque yo creía que iba a ser fácilmente localizable gracias a esa tonsura rara que llevan los religiosos irlandeses y bótanos.

Fidelma inclinó la cabeza, pensativa.

– ¿Confiáis entonces en que esté todavía en la ciudad?

Licinio se encogió de hombros mientras pasaban por el oratorio de santa Práxedes y empezaban a avanzar por la Via Merulana hacia el palacio de Letrán, al pie de la colina.

– Hemos avisado a todas las puertas de la ciudad que están vigiladas por miembros de los custodes día y noche. Pero Roma es una ciudad grande y hay varios barrios donde un hombre podría esconderse durante años o incluso escapar. Por el Tíber, por ejemplo, a Ostia o Porto, en la costa, y allí pueden conseguir pasaje a las cuatro esquinas de la tierra.

– Yo tengo la sensación de que no ha abandonado la ciudad. Se le encontrará tarde o temprano.

Deo Volante - dijo Licinio piadosamente-. Dios lo quiera.

– ¿Conocéis bien esta ciudad, Licinio? -preguntó Fidelma cambiando el tema de conversación.

Licinio parpadeó.

– Tan bien como cualquiera. Nací y me eduqué en la colina Aventina. Mis antepasados eran nobles de Roma desde su misma fundación, tribunos que introdujeron las leyes Licinias hace nueve siglos. -Fidelma percibió el orgullo que invadía los rasgos del joven-. Yo podía haber sido un general de los ejércitos imperiales en los días de los poderosos césares y no…

Se sorprendió, y miró enojado a Fidelma como si fuera ella la culpable de que hubiera expresado su frustración por ser un mero tesserarius de los custodes, y se quedó callado.

– Entonces quizá podáis aclararme algo que me preocupa -Fidelma fingió no haberse dado cuenta de aquella explosión de orgullo ancestral-. Tanta gente me ha dicho lo hermosa y rica que es esta ciudad de Roma y, sin embargo, yo encuentro que los edificios tienen algo parecido a señales de guerra. Algunas casas están casi cayéndose, mientras que otras no tienen techo. Dan la impresión de haber sufrido un vandalismo reciente, como si la ciudad hubiera estado amenazada por los bárbaros. Ya sé que han pasado muchos años desde que Genserico y sus vándalos saquearon la ciudad. Pero, ¿seguro que estos daños no son nuevos?

Licinio, ante su sorpresa, se echó a reír.

– Sois perspicaz, hermana. Salvo que el bárbaro que hizo esto no era otro que nuestro emperador.

Fidelma estaba asombrada.

– Explicadme -le pidió la muchacha.

– Sabéis que el imperio lleva en guerra con los árabes más de veinte años. Han estado enviando flotas de ataque a nuestras aguas. Han conquistado muchos lugares del antiguo imperio en el norte de África y la utilizan como base para atacarnos. Constancio, el emperador, decidió trasladarse desde Constantinopla para crear una gran fortaleza en Sicilia, desde donde organizar la defensa contra esos fanáticos.

– ¿Fanáticos? -inquirió Fidelma.

– Desde que han adoptado una nueva religión y son seguidores de un profeta llamado Mahoma, los árabes se han extendido rápidamente por el oeste. Llaman a su fe islam, sumisión a Dios, y los que profesan esta fe son llamados musulmanes.

– Ah -dijo Fidelma asintiendo con la cabeza-. He oído hablar de esa gente, pero, ¿acaso no aceptan los principios de la fe de los judíos y nuestra propia fe?

– Sí, pero dicen que este Mahoma encarna en su persona la expresión definitiva de la palabra divina de Dios. Son fanáticos -dijo Licinio desdeñoso-. Causan la muerte y la destrucción por toda la cristiandad. -Hizo una pequeña pausa antes de continuar-. Bien, hace unos meses, el emperador Constancio llegó con una gran flota y veinte mil soldados de los ejércitos asiáticos del imperio. Llegó a Tarento y combatió en varias campañas en el sur, antes de rendir una visita de Estado a Roma el mes pasado. No estuvo aquí más que doce días y dudo que un ejército musulmán pueda causar mayor daño en la ciudad que el que hizo el de nuestro valiente emperador de Roma.

Fidelma frunció el ceño ante la vehemencia de la afirmación del guardia.

– No lo entiendo.

– Constancio fue recibido en su primera visita a la ciudad madre del imperio con toda deferencia. Su Santidad se llevó a la totalidad de su casa al sexto hito para recibirlo con la solemnidad adecuada. Se prepararon fiestas. El emperador entonces fue a la basílica de san Pedro en la colina Vaticana y luego, con su ejército, que le había acompañado, fue a la basílica de santa María la Mayor.

Fidelma contuvo un suspiro.

– No veo… -empezó.

El joven tesserarius empezó a señalar con los brazos los edificios que tenían alrededor.

– Mientras el emperador estaba rezando, sus soldados, cumpliendo órdenes suyas, empezaron a despojar los edificios de Roma de todas las partes de metal: las tejas de bronce, tornillos y tirantes con los que estaban sujetos; las grandes estatuas y artefactos que se habían levantado en los días de la gran república de Roma. Nunca había tenido lugar una salvajada igual, que redujo a la ciudad al estado lamentable que veis hoy.

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