Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Desde que se electrocutó, Willis Ellery estaba confuso y un poco sordo de un oído. Lo peor era que no podía mover bien el brazo izquierdo. Era como si hubiese sufrido un ataque cardiaco.

– Eso se debe a la anoxia, probablemente -le explicó Curtis mientras le ayudaba a beber agua-. Tardará un tiempo en recobrar la normalidad. Créame, Willis, tiene una suerte cojonuda de estar vivo. Debe tener el corazón de un hipopótamo.

Curtis le examinó las quemaduras de las palmas de las manos, con la marca de la llave inglesa y la piel chamuscada y llena de ampollas blancas del pulgar, por donde la electricidad se había descargado de su cuerpo. Para prevenir la infección, Jenny Bao le había vendado las manos con plástico transparente de envolver comida, y le había dado unos analgésicos: Beech había encontrado en su chaleco deportivo un frasco de Ibuprofen.

– Parece que Jenny le ha hecho un buen trabajo ahí -observó Curtis-. Esté tranquilo, ¿eh? Le mandaremos al hospital en cuanto sea posible.

Ellery esbozó una débil sonrisa.

El policía se levantó y se frotó el hombro con el que se había lanzado contra la puerta de los servicios y que ahora le dolía bastante.

– ¿Cómo está? -preguntó David Arnon.

Curtis dio media vuelta y se alejó del hombre tendido en el suelo.

– Nada bien. Puede haber alguna lesión cerebral. No sé. Después de lo que le ha pasado, tendría que estar en la unidad de cuidados intensivos. -Con un movimiento de cabeza, Curtis señaló el walkie-talkie que llevaba Arnon-. ¿Cómo van ellos?

– Casi a la mitad.

– Téngame al corriente. Tendremos que ayudarlos a pasar de las ramas a la galería.

Vio a Helen Hussey parada en la puerta. Lo que le llamó primero la atención fue el hecho de que no llevaba blusa, pero luego notó la palidez de su rostro y las lágrimas en sus mejillas. Se acercó a ella y la cogió del brazo.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó-. ¿Se encuentra bien?

– Yo estoy bien -aseguró ella-. Son los del ascensor. Los que estaban en el atrio. Están ahí, dentro de la cabina. -Se llevó la mano a la frente-. Creo que será mejor que me siente.

Jenny la ayudó a sentarse en una silla.

– Voy a echar un vistazo -anunció Curtis.

– Le acompaño -dijo Mitch.

David Arnon fue tras ellos.

Los tres fallecidos, cubiertos de blanca escarcha, yacían amontonados en un rincón de la congelada cabina como una desastrosa expedición al Polo Sur. Con los ojos abiertos y una expresión tranquila, parecía que habían visto acercarse poco a poco a la muerte.

– ¡Esto es increíble! -comentó Arnon-. ¡Que alguien se muera de frío en Los Ángeles! ¡Es surrealista!

– ¿Los dejamos aquí? -preguntó Mitch.

– No veo qué podríamos hacer con ellos -contestó Curtis-. Además, están hechos un bloque. Incluso con este calor tardaríamos bastante en separarlos. No, de momento será mejor dejarlos donde están. -Lanzó una mirada a Mitch-. ¿Le molesta?

Mitch se encogió de hombros.

– Estaba pensando que Abraham debe tener sus motivos para mandarnos aquí el ascensor.

– ¿Quieres decir que pretende desmoralizarnos? -preguntó Arnon.

– Exacto. Demuestra un buen conocimiento de la psicología humana, ¿verdad?

– Desde luego, conmigo lo ha conseguido -confesó Curtis.

– En tal caso, Abraham quizá ya no sea un misterio. Hay que entenderlo como un mensaje. No muy agradable, pero no deja de ser una comunicación. -Mitch hizo una pausa-. ¿No lo comprendéis? Si Abraham se comunica con nosotros, quizá podamos nosotros comunicarnos con él. Si lo conseguimos, a lo mejor podemos hacer que se explique. ¿Quién sabe? Incluso podríamos convencerle de que pusiera fin a toda esta historia.

Arnon se encogió de hombros.

– ¿Por qué no?

– Estoy seguro -prosiguió Mitch-. Un ordenador actúa con lógica. Sólo tenemos que encontrar el argumento lógico adecuado. Convencerle de que examine ciertos conceptos y esencias, los elementos lógicos y objetivos del pensamiento que son comunes a diferentes mentalidades.

– En mi considerable experiencia en los tribunales -objetó Curtis-, he visto que toda tentativa de comprender la mentalidad del asesino suele ser una pérdida de tiempo. Sería mejor que nos pusiéramos de nuevo a buscar el modo de salir de aquí antes que acabemos como esos tres del ascensor.

– Una cosa no excluye la otra -arguyó Mitch.

– Estoy de acuerdo -concluyó Arnon-. Yo voto por una gestión diplomática.

– Pero vayamos por partes -dijo Mitch-. Primero hay que ver si Beech puede establecer una especie de diálogo.

A unos sesenta metros sobre el atrio, Irving Dukes apartó con el pie el denso y correoso follaje del árbol y gateó a otra rama. Cuando estuvo instalado sin peligro, bajó la vista por el tronco y observó el avance de los otros dos.

Joan Richardson estaba a diez o quince metros más abajo, trepando despacio. Le seguía el gilipollas de su marido, a un par de metros de distancia, dándole consejos como un implacable entrenador de rugby. Bajo ellos, el piano de cola del atrio parecía el ojo de una cerradura.

– A tu ritmo -oyó que decía Richardson-. Recuerda que no es una competición.

– Pero te estoy retrasando, Ray -protestó ella-. ¿Por qué no subes con el señor Dukes?

– Porque no quiero dejarte sola.

– ¿Sabes una cosa, Ray? Casi prefiero que lo hagas. Que me estés regañando continuamente no me ayuda mucho, ¿sabes?

Dukes sonrió. Se lo tenía merecido. ¡El muy capullo!

– ¿Quién te regaña? Sólo trato de animarte, eso es todo. Y de estar cerca por si tienes dificultades.

– Pues déjame hacerlo a mi manera, y nada más.

– Bueno, muy bien. Hazlo a tu manera. No volveré a abrir la boca, si eso es lo que quieres.

– Eso es lo que quiero -dijo Joan en tono firme.

Dukes alzó el puño y sonrió. Le estaba diciendo adónde podía marcharse.

Joan trepó a la siguiente rama. Se frotó los doloridos hombros y alzó la vista, buscando a Dukes. Él la saludó con la mano.

– ¿Cómo va eso? -gritó.

– Joan se las arregla estupendamente.

¡Gilipollas!

– Bien, creo. Y usted, ¿qué tal?

– Muy bien, señora, muy bien. Impaciente por beberme esa cerveza.

Dukes se agarró a la liana, se puso cuidadosamente en pie y miró hacia arriba. Sólo faltaban veinticinco o treinta metros.

¡Joder, qué cerveza se iba a beber nada más llegar! La idea le llenó de renovado entusiasmo. Se disponía a colgarse de nuevo de la liana cuando algo atrajo su mirada. Un delgado tubo de plástico transparente que corría hasta la copa del árbol. Lo observó más de cerca y descubrió que estaba lleno de líquido. ¿Por qué no lo había pensado antes? El árbol disponía de su propio suministro de agua. Sólo tenía que romper el tubo para beber un trago. O mejor aún, pegar los labios al orificio del difusor…

Cuando acercó el rostro al orificio, algo roció de pronto el aire.

Por un momento, Dukes experimentó una sensación de frescor casi mentolado en el cuello y las manos. Volvió a mirar al difusor y recibió otra nube de humedad.

Retrocedió instintivamente del tubito de plástico al sentir un dolor ardiente en los ojos, como si le hubieran rociado con gases lacrimógenos. Cerrando fuertemente los párpados, emitió un grito de dolor y se limpió la cara con la manga de la camisa.

Insecticida. Le habían rociado con insecticida.

– ¿Señor Dukes? ¿Está bien?

Joan Richardson notó la rociada, vio las gotitas en las gafas de sol y comprendió inmediatamente lo que había pasado. El veneno sintético de contacto liberado por el tubo era un hidrocarburo clorado. Producía en la piel un efecto irritante y desagradable. En los ojos causaba ceguera. Gritó cuando el insecticida le quemó brazos y piernas. Pero tras sus gafas oscuras, su vista permaneció intacta.

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