Joan esbozó una tenue sonrisa.
– Así que cuando afirmo que eres capaz de escalar ese árbol, no es porque crea que deberías intentarlo, sino porque sé que puedes hacerlo. No es ningún camelo, cariño. No es porque piense de manera constructiva. Es porque te conozco.
Se calló, como para dejar que su breve discurso calara en el ánimo de su mujer.
Dukes también tenía sus dudas al respecto. Estaba demasiado gorda para lograrlo. Levantar todo aquel peso iba a resultar difícil. Pero parecía fuerte. Tenía los hombros casi tan grandes como las cachas.
– Claro que puede hacerlo, señora -aseguró en tono animoso.
Richardson lanzó al guarda una vaga sonrisa de irritación.
– No -le contradijo-. Usted no sabe lo que dice. Tiene razón, pero parte de una base equivocada. Se figura que es capaz de hacerlo, pero no tiene ningún motivo para afirmarlo. Yo sí, estoy seguro. -Richardson se dio unos golpecitos en la frente con el dedo-. Aquí dentro.
Dukes se encogió de hombros.
– Sólo pretendía ayudar, hombre -replicó en tono seco-. ¿Cómo quiere que lo hagamos?
– Me parece que usted debería ir primero. Luego Joan. Yo cubriré la retaguardia, ¿de acuerdo? -Richardson sonrió-. No sólo porque tendrá que quitarse la falda y subir en bragas.
Dukes asintió sin sonreír. Estaba harto de ser amable con aquel tipo. Era un bocazas.
– De acuerdo. Como usted diga.
– ¿Estás lista, Joan?
– Lo estaré. Cuando el señor Dukes empiece a trepar.
– Así se habla.
Richardson alzó la vista hacia la copa del árbol y se puso las gafas de sol.
– Buena idea -comentó Joan-. Aquí hay demasiada luz. Y no conviene que nos deslumhremos o algo así.
Se agachó para sacar del bolso sus gafas de sol.
Richardson se escupió en las manos y agarró una liana.
– ¿Sabéis cómo se trepa por una cuerda? -preguntó.
– Pues, yo creo que sí -contestó Dukes.
Joan negó con la cabeza.
– Entonces estáis de suerte. En mis dos años de servicio militar hice mucha escalada en roca. He subido por más cuerdas que Burt Lancaster. Se enrosca la cuerda en el tobillo, así, y se coge por encima de la cabeza. Se levanta el tobillo enganchado a la cuerda y luego se aprieta entre los pies. Al mismo tiempo se alzan las manos y se coge de más arriba. -Volvió a dejarse caer al suelo-. Los primeros veinte o veinticinco metros serán difíciles. Hasta llegar a las primeras ramas, donde podremos descansar. ¿Dukes? ¿Quiere probar un poco?
El otro hombre negó con la cabeza y se quitó la camisa, lo que reveló un físico impresionante.
– Lo mismo me da hacerlo ahora que luego -afirmó, y empezó a trepar por una de las lianas como si se tratara de un juego. A los seis o siete metros del suelo, miró hacia abajo y, riendo, dijo-: Nos vemos arriba, chicos.
Joan se bajó la cremallera y dejó caer la falda al suelo.
Richardson le acercó otra liana.
– Tómatelo con calma -le recomendó- Y no mires abajo. Recuerda que estaré todo el tiempo detrás de ti. -La besó y añadió-: Buena suerte, cariño.
– Para ti también -repuso ella.
Enroscó el tobillo en la liana, tal como le había mostrado su marido, y empezó a trepar.
Joan representaba, pensó Richardson, el tipo de belleza veneciana admirada por Giorgione, Tiziano y Rubens, la personificación poética de la abundancia de la naturaleza, una Venus blandamente luminosa, como la de un altar pagano. Su generoso volumen fue el motivo que le impulsó a casarse con ella. La verdadera razón. Ni siquiera Joan lo sabía.
– Eso es -la animó, saboreando la visión de su mujer sobre su cabeza como un perro que contempla un hueso de jamón bien envuelto en carne-. Lo estás haciendo muy bien.
Richardson trepó despacio, no queriendo adelantar a su mujer por si ella necesitaba ayuda, parándose a veces para darle tiempo a que ganase altura, dirigiéndole palabras de ánimo y alguna recomendación cuando lo consideraba preciso.
Cuando alcanzó las primeras ramas, Dukes se sentó en una y los esperó. Los observó durante unos diez minutos, hasta que le pareció que podían oírle.
– ¿Qué flor es ésta, señora? -preguntó, mostrando un capullo de colores vivos que brotaba en el tronco.
– Una orquídea, probablemente -contestó Joan.
– Es muy bonita.
– Resulta difícil creer que es un parásito, ¿verdad? Sin embargo, lo es
– ¿En serio? He visto flores como ésta en el mercado de Wall Street; a diez pavos cada una, por lo menos. Y al por mayor.
Joan casi había llegado a la rama. Dukes se inclinó y le tendió la mano.
– Venga -le dijo-. Cójase a mi muñeca. Tiraré de usted.
Agradecida, Joan se agarró a su muñeca y se dejó izar a la rama, junto a él. Cuando recobró el aliento, dijo:
– Vaya, qué fuerza tiene usted. Porque no soy precisamente un peso pluma, ¿verdad?
– Usted está muy bien -sonrió Dukes-. Yo Tarzán. Tú Joan. -Bajando la vista hacia Richardson, añadió-: Oye, Chita, ¿cómo va la cosa por ahí? ¡Ungaúnga, ungaúnga!
– Muy gracioso -gruñó Richardson.
– ¿Sabe una cosa? En cuanto llegue a la planta veintiuno, será hora de tomarme una Miller. En la nevera hay dos docenas. Yo mismo las he subido.
– Suponiendo que no se las haya bebido alguno -puntualizó Joan.
– Ha habido muertos por menos.
Richardson se encaramó a la rama, junto a su mujer, y dejó escapar un hondo suspiro.
– A qué gilipollas se le habrá ocurrido esto, ¿eh? -jadeó, recostándose en el gigantesco tronco.
Tenía delante otra vista del edificio que nunca había imaginado. En el centro de aquel espacio de unos treinta metros, aquella calidad de luz le parecía increíble. Que dijeran lo que quisiesen sobre la forma en que Abraham había destruido el conjunto de su creación, pero Richardson tenía la impresión de que su enfoque sobrio y exigente de la estructura era irreprochable. Y no había mejor modo de ver la luz y el espacio creados por la estructura, que el de liberarse de la estructura misma. Difícilmente podía apreciarse la calidad del proyecto desde los puntos de vista vertiginosamente próximos que imponían los demás edificios de Hope Street; y en cierto modo, la visión integral que ofrecía el interior se escapaba cuando uno estaba limitado por su propio punto de referencia topográfico. Pero allí, desde las ramas del árbol, las cosas eran diferentes. Casi valía la pena todo lo que había pasado para contemplar el interior del edificio desde aquella posición privilegiada.
Se quedó mirando a Joan y Dukes, que charlaban animadamente, y sintió deseos de contarles cómo se sentía, pero era consciente de que ninguno lo habría comprendido. Sólo sus maestros espirituales, Joseph Wright, Le Corbusier, Louis Kahn y el gran Frank Lloyd Wright habrían apreciado la profundidad de aquella poética de la luz.
Las cosas se habían complicado demasiado, nada más. Había muchas cosas que podían salir mal. Mitch tenía razón. Ahora lo entendía. Y si salía vivo de allí, volvería a los principios esenciales, para redescubrir el sentido jubiloso y reverente del proyecto puro. Basta de ordenadores y sistemas de gestión de edificios. Basta de opinión pública con sus volubles demandas de novedad e innovación. Buscaría fluidez y expresividad en una forma de perfección más práctica y domeñable.
gNada en la situación actual justifica el uso de armas de fuego. Ocho disparos se efectuaron en menos tiempo del que se tarda en ejecutar una escala al piano.
El cuerpo desnudo de jugador humano Kay Killen en terraza piscina. Eliminado. Rostro azul como el agua. Labios tan grises y metálicos como la más pura forma de silicio, material básico de los elementos semiconductores de Observador.
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