– No sé por qué -dijo, sacudiendo la cabeza-, pero GABRIEL…, el programa de desmantelamiento, no funciona. He intentado repetidas veces ejecutar el PDD, pero no hay señales de que Abraham esté infectado. Ni rastro. Es muy raro. Sencillamente no entiendo cómo lo puede resistir. Es decir, que el PDD está creado específicamente para Abraham, está escrito en su arquitectura básica. Es como quien nace con una enfermedad congénita o cierta predisposición genética al cáncer: para desencadenar el proceso bastaría seguir una dieta equivocada. Lo único que se me ocurre es que Abraham se las ha arreglado, no sé cómo, para volverse inmune. Pero, francamente, no tengo idea.
La expresión de Curtis, ya furiosa, se volvió homicida.
– De manera que no puede desconectarlo -masculló-. ¿Es eso lo que me está diciendo?
Beech alzó los hombros con aire de disculpa.
– ¡Capullo de los cojones! -dijo Curtis, y desenfundó la pistola.
– ¡Válgame Dios! -gritó Beech, que se levantó de un salto de la silla y retrocedió-. ¡No puede hacer eso! ¡Por favor! No hay nadie que escriba mejores códigos que yo. Tiene que creerme, esto escapa completamente a mi control. No puedo hacer nada.
Curtis miró la pistola que empuñaba, como sorprendido de la reacción que había desencadenado. Sonrió.
– Me gustaría. Cómo me gustaría. Si mi compañero se ahoga, quizá lo haga.
Se volvió bruscamente y salió de la estancia.
Beech se dejó caer en la silla y se llevó una mano al pecho.
– Está completamente loco, el hijo de puta -comentó, meneando la cabeza-. Creí que iba a dispararme. Estaba convencido, en serio.
– Yo también -dijo David Arnon- No sé por qué coño no lo ha hecho.
De pie en la tapa del retrete, con la cabeza a unos centímetros del techo, Nathan Coleman notaba el frío chapoteo del agua en el cuello de la camisa.
Sólo hacía dos semanas que había ido con Frank Curtis a Elysian Park, donde había aparecido el cadáver desnudo de una joven negra flotando en el embalse sobre el que pasaba la Pasadena Freeway, a unos centenares de metros del Dodger Stadium.
Le pareció increíble pero, en el preciso momento en que el agua le llegaba a la barbilla, recordó el informe forense grabado durante la autopsia de la chica.
Entonces no había prestado atención, dejando que Frank hiciese las preguntas. Pero ahora descubrió que recordaba el informe de la doctora Bragg con un inquietante lujo de detalles. Como si hubiese preparado el tema para un examen. ¡Pues qué bien! ¡Vaya momento para refrescar la memoria! Qué chorrada más grande.
Para un suicida, ahogarse no era una mala forma de morir. Al menos no se oponía resistencia. En cambio, para el que estaba a punto de ahogarse por accidente, lo normal era tratar de contener la respiración hasta que el agotamiento o un exceso de carbono impedían continuar. La chica del embalse había intentado resistir. Cosa nada extraña, dado que una banda de drogo-tas de South Central la había retenido bajo la superficie del agua. Según la doctora Bragg, se había debatido violentamente. Había tardado de tres a cinco minutos en morir.
Coleman no estaba seguro de aguantar algo así durante tanto tiempo.
Cuando finalmente se dejaba de contener la respiración y el agua entraba en las vías respiratorias, podía desencadenarse un reflejo de vómito, después de lo cual uno aspiraba el contenido del estómago. Además de agua. El agua tragada podía llegar al equivalente del cincuenta por ciento del volumen sanguíneo. ¡Por Dios Santo! Y, por si fuera poco, el hecho de ahogarse no era sólo una cuestión de asfixia. El equilibrio de los fluidos y la química de la sangre se descomponían: la circulación se diluía, reduciendo la concentración electrolítica. Los glóbulos rojos podían hincharse y reventar, liberando grandes cantidades de potasio que perturbaban el corazón. La muerte podía acelerarse por la inhibición del nervio vago en la zona faríngea o en la glotis. Pero muchas veces la muerte sobrevenía por obstrucción pulmonar producida por agua sucia.
¡Qué forma tan jodida de palmarla!
Coleman apoyó la punta del pie en la cerradura de la puerta y alzó la boca unos centímetros por encima del agua. Tocaba el techo con la cabeza. No iba a salir de ésta. Como en las películas. Como uno de aquellos pobrecillos atrapados en la cámara de torpedos. Lo único que faltaba eran las cargas de profundidad.
Sacó la pistola fuera del agua y apretó el cañón contra la sien. Esperaría hasta el último momento. Hasta que el agua le tapara la nariz. Entonces apretaría el gatillo.
A mitad del pasillo Curtis se encontró con Jenny, que venía hacia él.
– Creí haberle dicho que no se detuviera -le dijo en tono seco.
– Pero Will ha recobrado la respiración -repuso ella-. Creo que va a ponerse bien. Y con qué derecho me…
Le falló la voz al ver la Sig de nueve milímetros en la enorme mano del policía y la amenazadora expresión de su rostro.
– ¿Qué ocurre? -preguntó inquieta-. ¿Qué pasa ahora?
– La estrategia de desconexión. Eso es lo que pasa. Su amigo Beech está hecho un lío. Igual que si pretendiera desconectar la presa Hoover.
Se alejó a grandes zancadas por el pasillo, montando la automática para introducir una bala en la recámara.
Mitch, arrodillado junto al cuerpo de Willis Ellery, que ya respiraba pero seguía inconsciente, se levantó al ver que llegaba Curtis.
– Será mejor que se aparte -gritó el inspector, haciendo puntería sobre el cajetín de conexión de los aseos-. No soy muy buen tirador. Además podría rebotar alguna bala. Y con un poco de suerte, dar a su colega Beech.
– Espere un momento, Frank -dijo Mitch-. Si Bob logra desmantelar a Abraham, se necesitarán esos cables para abrir la puerta.
– Olvídelo. A Abraham no hay quien lo suprima. Está confirmado. El machote de su amigo acaba de cruzarse de brazos y se ha rendido. El jodido programa de desmantelamiento o como coño se llame no funciona.
Curtis disparó tres veces. Mitch se tapó los oídos para protegerse del ruido ensordecedor mientras una lluvia de chispas brotaba del cajetín.
– No se me ocurre otra cosa -gritó Curtis, que disparó otras tres balas-. Y no voy a dejar que mi compañero se ahogue como un gatito si puedo evitarlo.
Otros dos proyectiles de 180 gramos se incrustaron en el cajetín, haciendo saltar los casquillos y revestimientos de los cables.
– Qué no daría por la escopeta de caza que tengo en el maletero del coche -gritó Curtis, que agotó el cargador de trece balas.
Frotándose el hombro, Curtis arrastró la mesa contra la puerta.
– Écheme una mano -le dijo a Mitch-. A lo mejor podemos derribarla.
Mitch sabía que era inútil, pero también que no tenía sentido discutir con Curtis.
Levantaron la mesa, retrocedieron hasta la pared opuesta y se lanzaron contra la puerta.
– Otra vez.
Embistieron de nuevo.
Siguieron cargando contra la puerta durante unos minutos hasta que, agotados, se derrumbaron sobre el tablero de la mesa.
– ¿Por qué han hecho tan sólida la jodida puerta? -jadeó Curtis-. Sólo son unos aseos, coño, no una cámara acorazada.
– No la hemos construido nosotros -repuso Mitch, sin aliento-. Sino los japoneses. El proyecto es suyo. Cuando hay módulos, uno se limita a instalarlos.
Curtis estaba al borde de las lágrimas.
– ¿Y todo lo demás? ¿Qué tiene de malo que los aseos los limpie un ser humano?
– Ya nadie quiere hacer ese trabajo. Nadie del que uno pueda fiarse. Ni los mexicanos quieren limpiar retretes.
Curtis se incorporó y golpeó la puerta con la palma de la mano.
– ¿Nat? ¿Me oyes, Nat?
Apretó una oreja aún vibrante contra la puerta y la notó fría por el volumen de agua que presionaba al otro lado.
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