Sin perder un segundo, como un púgil que no respeta las reglas del juego, Curtis se lanzó sobre él, poniéndolo de espaldas, desgarrándole la pechera de la camisa y aplicando la oreja a su corazón.
– ¿Está muerto? -preguntó Helen.
Poniéndose a horcajadas sobre las piernas de Ellery, Curtis no respondió y, colocando una mano encima de otra, con los codos pegados al cuerpo, empezó a comprimirle el corazón, entre el esternón y la columna vertebral, buscando un ritmo que sirviese para enviar suficiente sangre al cerebro del hombre inconsciente.
– Helen -dijo sin aliento-, vaya a ver si Nat está bien. ¿Jenny? Traiga una manta, un mantel, algo para abrigar a este hombre. Mitch, llame a Richardson por el walkie-talkie y cuéntele lo que está pasando.
Curtis siguió comprimiendo el pecho de Ellery durante unos minutos y luego se inclinó para escuchar si le latía el corazón. Meneó la cabeza y empezó a desabrocharle los pantalones húmedos de orina. Jenny volvió con un mantel.
– Quítele los pantalones -gritó-. Y apriete la arteria femoral.
Reanudó la compresión mientras Jenny le bajaba los pantalones a Ellery. Sin hacer caso del olor a orina, introdujo la mano en los calzoncillos, le apartó el escroto hacia un lado y le tanteó la ingle.
– ¿Lo siente? -jadeó Curtis-. ¿Nota cuando le comprimo el pecho?
– Sí -contestó ella al cabo de un momento de silencio-. Lo noto.
– Buena señal. Que alguien vaya a ver lo que está haciendo el gilipollas de Beech. ¿Ya ha desconectado al hijo de puta ese?
Curtis volvió a pegar la oreja en el pecho de Ellery y escuchó. Esta vez oyó un débil latido. El gran problema era que los músculos respiratorios estaban agarrotados y aún no había recobrado la respiración.
– Ya puede dejarlo -dijo a Jenny. Y a Helen-: ¿Ha hablado con Nat?
Arrodillándose junto a Ellery, le pellizcó la nariz y empezó a hacerle la respiración boca a boca.
– Nat está bien -respondió Helen-. El agua le llega a la cintura y sigue subiendo, pero está bien.
Curtis, ocupado en poner la boca sobre la de Ellery a intervalos regulares, no tenía tiempo de contestarle. No es que tuviera mucho que decirle. Pensó que se le habían acabado las ideas. Ya no veía solución alguna. Ahora todo dependía de Beech.
Pasaron diez minutos y Curtis seguía sobre Willis Ellery sin perder las esperanzas. Una de las cosas que había aprendido de joven, cuando patrullaba las calles, era que las víctimas solían morir porque quien intentaba reanimarlas abandonaba demasiado pronto. Sabía que tenía que seguir. Pero se estaba cansando. Iba a necesitar ayuda.
Entre dos tentativas de insuflarle aire en los traumatizados pulmones, Curtis preguntó a Jenny si podía sustituirle un momento. Tapando a Ellery con el mantel, ella miró al policía con lágrimas en los ojos y asintió con la cabeza.
– ¿Sabe cómo se hace?
– Hice un cursillo de socorrismo en la universidad -contestó ella, colocándose junto a la cabeza de Ellery.
– No se detenga hasta que yo se lo diga -le ordenó-. Hay peligro de anoxia. El paro respiratorio puede causar ceguera, sordera, parálisis y otras cosas.
Pero estaba claro que Jenny aguantaría lo que fuese necesario. Curtis se puso rígidamente en pie y miró cómo lo hacía. Luego fue a hablar con Beech.
Bob Beech estaba inquieto.
La última vez que había estado tan preocupado fue a mediados de los ochenta, en el último curso de seguridad informática del Instituto de Tecnología de California, cuando creó su primer programa autorreproductor o, como luego había aprendido a llamar aquel tipo de SAR, su primer virus. En aquella época todo el mundo escribía programas así, inspirados en un artículo que apareció en Scientific American.
Con trescientas líneas de MS-DOS, Beech había creado TOR, por Torquemada, el primer gran inquisidor de la Inquisición española. La intención de Beech era hacer un programa que destruyese la herejía de las copias ilegales de MS-DOS en Extremo Oriente, donde la piratería informática era casi endémica, para luego venderlo a Microsoft Corporation. El problema era que TOR actuaba como un verdadero virus informático en mucho mayor medida de lo previsto y, al combinarse con otro virus, NADIR, cuya existencia desconocía completamente Beech, creó una nueva supercepa posteriormente conocida con el nombre de TORNADO. Esa mutación había tenido efectos desastrosos, pues no sólo destruía los datos introducidos con el producto pirateado de Microsoft, sino también los escritos con el programa legal. En la segunda conferencia sobre vida artificial de 1990, celebrada en Los Alamos, Beech oyó a un delegado que estimaba en varios miles de millones de dólares los daños causados por TORNADO.
Beech nunca había dicho a nadie que era el autor del TOR. Era su secreto más inconfesable. Diez años después, cuando en el mercado seguía habiendo numerosos programas específicos contra aquel virus, mutaciones de quinta y sexta generación de TORNADO aún sobrevivían en los ordenadores personales del mundo entero. También había escrito varios programas antivirus, uno de ellos para TORNADO, y creía saber bastante sobre el desmantelamiento de SAR nocivos.
GABRIEL era el más perfeccionado programa de desmantelamiento -desde lo de TOR odiaba el término «virus informático»- que Beech había escrito nunca. Para ello se había basado en principios de epidemiología y virología biológica. Como programa de vida artificial, Beech lo consideraba un verdadero hijo de puta. No sólo estaba concebido para actuar con plena independencia, sino que se ensañaba con su anfitrión contagiado. De no ser por las circunstancias en que se veía obligado a activar a GABRIEL, Bob Beech se habría sentido orgulloso de su programa de desmantelamiento. La única pega era que no funcionaba.
Tal como había dicho a Frank Curtis, GABRIEL era lento, pero al cabo de unos minutos Beech comprendió que ya debía de haber visto señales de que su programa estaba teniendo el efecto deseado en la arquitectura de Abraham. Sin embargo, nada indicaba que éste hubiese sufrido el menor fallo, ni hiperpaginación ni dispersión de datos en archivos o líneas. Beech se había situado estratégicamente en la arquitectura del sistema, en una posición desde la cual, como el epidemiólogo que estudia el progreso de un virus con un microscopio electrónico, podría observar a Abraham en las primeras fases de la infección: el reloj. GABRIEL había sido concebido para atacar en primer lugar el sentido del tiempo de Abraham. A medida que los minutos se desgranaban en el reloj, cada vez estaba más claro que el PDD era inoperante. Ya eran las once y cuarto y Abraham seguía comportándose como el programa impecable que Beech había contribuido a crear, sin fallos ni errores. Era evidente que, al menos en lo que se refería a Abraham, GABRIEL no servía para nada.
Por si había cometido algún error, repitió un par de veces las instrucciones que ejecutaba el PDD, pero sin mayor resultado.
Cuando David Arnon le preguntó cómo iban las cosas, no le contestó. Y apenas notó la conmoción que siguió al electrocutamiento de Willis Ellery. Se quedó pasmado frente al terminal, inmóvil, esperando que pasara algo y reconociendo en el fondo que no ocurriría nada. Sus comentarios sobre las responsabilidades de un dios le parecían ahora desprovistos de sentido. Era como si Dios, tras haber decidido la destrucción de Sodoma y Gomorra, se encontrara con que el fuego y el azufre de sus amenazas rebotaban inocuamente contra los muros de la ciudad.
Al volverse en la silla se encontró con Frank Curtis, que estaba de pie a su espalda. Tenía una expresión tan espantosa, que de pronto sintió más miedo del policía que de las consecuencias de lo que no había ocurrido en el corazón de silicio de la máquina.
Читать дальше