Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Nathan Coleman se asomó por la balaustrada de cristal que daba al atrio y miró a la planta baja. Era como estar en el mástil de un buque y mirar a los insectos humanos que se arrastraban por el blanqueado castillo tie popa. Había tres. El walkie-talkie emitió un chasquido, como el ruido de una vela suelta, y uno de los insectos agitó la mano.

– ¡Eh! -dijo Richardson-, ¿qué coño pasa ahí arriba? Nos sentimos abandonados, como en una isla desierta o algo así.

– Es una larga historia, y no estoy seguro de haberla entendido bien. Han hablado mucho de vida artificial y esas cosas en un tono muy filosófico. Pero en la sección de deportes dijeron que su ordenador ha estado actuando por iniciativa propia. Que se ha vuelto loco o algo parecido. En cualquier caso, así están las cosas: el señor Beech está tratando de cargárselo -dijo Coleman, seguro de que esa noticia sulfuraría al arquitecto-. Con mucha reticencia.

– ¿Y para qué, coño? Sólo es cuestión de esperar tranquilamente.

– Me parece que no, señor Richardson. Mire usted, Abraham ha anulado su vuelo a Londres. Y a través del ordenador central de la policía en el Ayuntamiento, ha hecho que nos retiren del servicio al inspector Curtis y a mí. Aparte de otras cosas. El resultado es que nadie nos espera en casa esta noche. Es como si

el ordenador pensara convertirse en el primer asesino múltiple del Valle del Silicio.

Coleman oyó que Richardson transmitía la noticia a Joan y Dukes. Luego, el arquitecto dijo:

– ¿A quién se le ha ocurrido esa estupidez, por el amor de Dios? No, no me lo diga. Al cabeza de chorlito de su inspector. Páseme a Mitchell Bryan, ¿quiere? Necesito hablar con alguien que entienda bien la situación. No se ofenda, muchacho, pero se habla de un ordenador que ha costado cuarenta millones de dólares, no de una mierda de agenda electrónica.

Nat se metió dos dedos en la boca e hizo que vomitaba sobre la cabeza de Richardson.

– Le diré que le llame, ¿vale?

Coleman desconectó el walkie-talkie y volvió a la sala de juntas. Ahora que había posibilidades de salir, estaba pensando en la chica que iba a ver al día siguiente. Se llamaba Nan Tucker y trabajaba en una agencia inmobiliaria. Se la habían presentado en la boda de una antigua amiga que estaba convencida de que, como se llamaban Nat y Nan, estaban destinados a formar una pareja perfecta. Coleman tenía sus dudas con respecto al matrimonio, pero había quedado con ella para llevarla al restaurante más romántico que conocía, el Beaurivage de Malibu, pese a que era muy caro y a sus dudas sobre que tuvieran mucho en común, aparte de la evidente atracción física que sentían el uno por el otro. Pero no había previsto nada para después del almuerzo. Últimamente, Nathan Coleman dejaba la iniciativa sexual a las mujeres. Solía ser más seguro en aquella época en que imperaba lo políticamente correcto. ¿Y el viejo método del perfecto caballero? Eso casi nunca fallaba.

Coleman oyó un ruido sofocado tras la puerta de los servicios y aflojó el paso. Estaba a punto de entrar a ver lo que pasaba cuando vio a Mitch, que venía por el pasillo hacia él. Coleman siguió avanzando y le tendió el walkie-talkie.

– Su jefe quiere hablar con usted. Le he dicho que el señor Beech estaba desconectando el ordenador. -Coleman se encogió lacónicamente de hombros-. Parece que se cabreó un poco. A ese tipo le gusta romperle los cojones a la gente que trabaja para el, ¿verdad?

Mitch asintió con aire cansado.

Coleman iba a añadir algo sobre Ray Richardson, pero en

cambio se volvió a mirar la puerta de los servicios.

– ¿Ha oído algo?

Mitch aguzó las orejas y después negó con la cabeza.

– Nada en absoluto.

Coleman volvió a los lavabos, se detuvo un momento frente a la puerta y luego la empujó. No cedió.

Seguro ya de haber oído algo -¿un sofocado grito de auxilio?-, Coleman volvió a hacer presión sobre la puerta. Esta vez se abrió sin dificultad y, al entrar en los servicios de caballeros, el grito, que ahora era un chillido, fue seguido de un breve estallido, más próximo a un fuerte crujido que a una explosión, semejante al reventón de una llanta en una carretera mojada o a la erupción de una corriente de lava. Coleman sintió que algo chocaba contra el panel exterior de la puerta y, seguidamente, un chorro cálido y pegajoso le roció la cara y el cuello. Oyó que Mitch le llamaba pero no entendió lo que decía, porque poco a poco iba comprendiendo que estaba cubierto de sangre.

Como la mayor parte de los policías de Los Ángeles, Coleman se había visto más de una vez envuelto en un tiroteo, y por un instante pensó que le habían alcanzado, probablemente con un proyectil de alta velocidad. Se tambaleó, limpiándose la sangre de los ojos, y se preparó para sentir el dolor. Pero el dolor no llegó. Un momento después comprendió que el martilleante ruido que oía no eran disparos, ni los latidos de su corazón, sino los golpes que Mitch daba en el otro lado de la puerta.

– ¿Está bien, Nat? ¿Me oye?

Coleman tiró del picaporte, pero comprobó que se había bloqueado de nuevo.

– Sí, creo que sí, pero estoy encerrado.

– ¿Qué ha pasado? -Y luego-: ¿Inspector? Venga, Coleman se ha quedado encerrado en los servicios.

Coleman continuó limpiándose la sangre de la cara y, al recorrer la estancia con la mirada, notó que se le abría la boca. Había sangre por todas partes, grandes cuajarones de sangre: goteando del techo, salpicando el cuarteado espejo, formando un charco sobre la repisa de uno de los lavabos y corriendo en un reguero hacia sus pies. Como si en los servicios hubiera crecido y vuelto a bajar una marea roja en el espacio de unos segundos. Coleman cerró la boca y miró hacia la fuente de aquel caudal.

Un amasijo de trapos empapados de sangre formaba como una cadena de pequeñas montañas al fondo del cuarto. No muy lejos yacía una pierna de hombre, a la que aún estaban unidos el pene y los testículos. Una mano limpiamente cortada se había detenido en el acto de abrir el grifo. Colgando de una puerta de los retretes había una corbata de seda rosa, pero Cuando Coleman la tocó se dio cuenta de que no era una corbata, sino un trozo de intestino. Al dar media vuelta resbaló en la sangre, y cayó al suelo y se encontró frente al dueño de los despojos todavía humeantes que se esparcían por los servicios de la Parrilla como después del ataque de un tiburón. Era Tony Levine. O mejor dicho, su decapitada cabeza, con cola de caballo y todo.

– ¡Me cago en Dios! -exclamó Coleman, y la apartó de sí con repulsión.

La cabeza rodó por el suelo como un coco partido y se detuvo sobre el dentado borde de lo que había sido su cuello.

Los párpados se abrieron y unos ojos penetrantes, innegablemente vivos, se fijaron en Coleman con una mezcla de indignación y pesar. Luego, las aletas de la nariz se dilataron y Nathan Coleman, instintivamente, se dirigió a la cabeza cortada.

– ¡Joder! ¿Qué coño le ha pasado? -preguntó, estremecido.

La cabeza de Levine no contestó, pero durante otros diez o quince segundos siguió con los ojos fijos en los de Coleman, antes de que los párpados bajaran y la vida abandonara definitivamente el cerebro del muerto.

Entre los golpes que daban al otro lado de la puerta, Coleman oyó gritar a Frank Curtis. Tiró otra vez del picaporte, pero la puerta seguía cerrada.

– ¿Frank? -gritó.

– ¿Eres tú, Nat?

– Estoy bien, Frank. Pero Levine está muerto. Parece que le han disparado un jodido misil Patriot. Hay sangre y trozos del tío por todos lados. Es como una escena de Sam Peckinpah, te lo juro.

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Y yo qué sé! -gritó Coleman-. Abrí la puerta y fue como si el tío reventara delante de mis narices. -Sacudió la cabeza-. Estoy medio sordo. Me zumban los oídos como cuando voy en avión. ¿Frank? ¿Sigues ahí?

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