Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Como comprobando lo que Bob Beech acababa de decirle, Curtis pulsó varias veces el botón de emisión/recepción de su radio. Al no escuchar nada sino interferencias, dejó el aparato sobre la mesa y asintió con la cabeza.

– Bueno, cada día se aprende algo nuevo, ¿no? ¿Puedo llamar por teléfono?

Tony Levine se aclaró la garganta.

– Me temo que tampoco se puede -dijo con aire perplejo-. El teléfono no funciona. Al menos con el exterior. He intentado llamar a casa. Y nada.

– ¿Nada? ¿Cómo que nada?

– Que nada. No hay línea.

Furioso, Curtis cruzó la sala, cogió el teléfono y marcó el número de New Parker Center aplastando las teclas como si fueran hormigas. Luego probó con el 911. Al cabo de unos momentos meneó la cabeza y suspiró.

– Voy a ver el teléfono de la cocina -se ofreció Nathan Coleman. Pero volvió enseguida, con una expresión que no indicaba mejora alguna de la situación.

– ¿Cómo puede pasar esto, Willis? -preguntó Mitch.

Willis Ellery se recostó en la silla.

– Lo único que se me ocurre es que se ha producido una activación anómala del disyuntor magnético que controla la unidad de alimentación del sistema de telecomunicaciones. Quizá provocada por una sobretensión en los aparatos. O porque Aid ha desconectado algo y luego lo ha vuelto a poner en marcha.

Se levantó para considerar más a fondo la cuestión y luego añadió:

– ¿Sabes?, podría haber un problema general con todas las interfaces de distribución de datos por fibra. En esta planta hay una sala de aparatos con una red de área local horizontal conectada a la sala de informática a través de una red local principal de alta velocidad. Puedo ir a echar un vistazo.

Curtis le vio salir de la habitación y luego sonrió.

– Una red local principal de alta velocidad -repitió-. Me encanta. A veces me gustaría tener una de ésas a mí también. Sabes, Nat, con todos estos técnicos tan sabios no entiendo por qué estamos encerrados en un edificio de oficinas a las siete de la tarde.

– Yo tampoco, Frank.

– Pero ¿no te tranquiliza saber que estamos en tan buenas manos? Deberíamos dar gracias a Dios de que estos tíos estén con nosotros, ¿sabes? No quiero ni pensar lo que habría pasado si nos hubiéramos encontrado aquí solos.

Mitch sonrió, tratando de hacer caso omiso del sarcasmo del policía. Pero había dicho algo que no se le quitaba de la cabeza. La hora. Las siete de la tarde. ¿Por qué era eso precisamente lo que le fastidiaba?

Y entonces recordó.

Volvió al ordenador y pulsó el ratón para volver a la imagen en circuito cerrado de la sala de informática, donde Kenny seguía tecleando para resolver el fallo. Todo parecía normal. Todo menos las manecillas del reloj de pared. Señalaban las seis y cuarto, lo mismo que hacía cuarenta y cinco minutos. Y ahora que contemplaba la imagen con mayor atención, empezó a observar pequeñas repeticiones en los gestos de Kenny: la misma pequeña sacudida de la cabeza, el mismo ceño fruncido, los mismos movimientos de los dedos sobre el teclado. Mitch sintió que se le erizaban los pelos del cogote. Lo que estaba viendo desde hacía un buen rato no era más que una cinta grabada de lo que había ocurrido en la sala de informática. Alguien quería hacerles creer que Aidan Kenny se estaba dedicando a limpiar de fallos los sistemas de gestión del edificio. Pero ¿por qué? De momento, Mitch guardó el descubrimiento para sí, no queriendo alarmar a los demás. Se volvió en la silla y se dirigió a David Arnon.

– ¿Dave? ¿Tienes ahí el walkie-talkie?

– Claro, Mitch.

Arnon le tendió el aparato que siempre llevaba en el edificio para comunicarse con los obreros.

– En la oficina de seguridad hay otro, ¿verdad?

Arnon asintió.

– Voy a llamar a ese tal Dukes, el guarda jurado, para ver qué está entreteniendo a Richardson. -Sorprendió la minúscula pupila de los pálidos ojos azules de Birnbaum y añadió-: Me importa tres cojones lo que esté haciendo.

Birnbaum se encogió de hombros.

– Tú sabrás lo que haces, Mitch.

– Puede que sí.

Curtis seguía ostentando su sarcástica expresión. Mitch le miró y señaló la puerta con la cabeza.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, inspector? ¿Fuera?

– ¿Por qué no? En este momento no tengo otra cosa que hacer.

Mitch no dijo nada hasta que estuvieron en el pasillo, a cierta distancia.

– No quería hablar delante de los demás -dijo al fin-. Para que no se asustasen tanto como yo, me parece.

– ¿Qué coño pasa ahora?

Mitch le explicó lo de las manecillas del reloj de la sala de informática y su sospecha de que se habían pasado los últimos tres cuartos de hora viendo una grabación de vídeo, la repetición de una secuencia ocurrida con anterioridad.

– Lo que significa que puede haber sucedido algo en la sala de informática poco después de las seis y cuarto. Algo que alguien trata de ocultarnos.

– ¿Piensa que le ha pasado algo a Aidan Kenny?

Mitch emitió un suspiro y se encogió de hombros.

– No lo sé, la verdad.

– Ese alguien -dijo Curtis al cabo de unos momentos-, ¿cree que podría ser su amigo del garaje? ¿El que le dejó sin sentido?

– Esa idea se me ha pasado por la cabeza, inspector.

– ¿Hasta dónde le cree capaz de llegar?

– Francamente, no me imagino que Grabel sea un asesino. Pero si Sam Gleig le sorprendió saboteando el ordenador, es posible que lo matase por eso. Quizá fuese un accidente. De todas formas, me parece que Grabel ha vuelto para prevenirme. Puede que haya recapacitado sobre todo el asunto.

– En cualquier caso, estamos apañados.

– Eso me temo, sí -corroboró Mitch.

– Bueno, ¿no sería mejor bajar a la sala de informática a ver si le ha pasado algo al señor Kenny?

– Desde luego. Pero, si estoy en lo cierto, sería preferible que no cogiéramos el ascensor.

Curtis lo miró sin expresión.

– Abraham controla los ascensores -explicó Mitch-. Y puede que todo el sistema de gestión del edificio esté jodido.

– Entonces será mejor bajar por las escaleras -sugirió Curtis.

– Yo no voy. Diremos a Dukes que al subir se pase a ver a Kenny. Mire, si vamos a quedarnos algún tiempo encerrados en el edificio, es más lógico que suban ellos aquí, donde hay comida y agua, en vez de quedarse allí, donde no hay de nada.

Curtis asintió.

– Parece sensato.

– Al menos hasta que consigamos ayuda.

Mitch pulsó el botón de llamada del walkie-talkie y se llevó el aparato a la oreja. Pero cuando salieron al espacio abierto que daba al atrio, lo que oyó fue la alarma de la planta baja.

Tras recobrarse de los efectos tóxicos de su inútil tentativa de revivir a Kay Killen, Ray Richardson se dirigió a un teléfono e intentó, sin éxito, llamar a la sala del consejo de administración. Tampoco logró comunicarse con Aidan Kenny. De modo que volvió al atrio a buscar a Joan.

Estaba sentada en uno de los enormes sofás de cuero negro, donde la había dejado, junto al piano que seguía sonando, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo para evitar el mal olor que invadía el edificio. Se sentó pesadamente a su lado.

Pero Ray… -protestó, apartándose del húmedo cuerpo de su marido-. ¿Qué ha pasado?

– No lo sé -repuso él en voz queda-. Pero no podrán decir que ha sido culpa mía. -Sacudió nerviosamente la cabeza-. Intenté ayudarla. Me tiré y traté…

¿De qué estás hablando, Ray? Cálmate, cariño, y cuéntame lo que ha ocurrido.

Richardson permaneció un momento en silencio, tratando de tranquilizarse. Respiró hondo e inclinó la cabeza.

– Estoy bien -dijo-. Es Kay. Está muerta. Fui a la piscina y me la encontré flotando. Me tiré al agua y la saqué. Intenté reanimarla. Pero era demasiado tarde. -Meneó la cabeza-. No entiendo lo que puede haber pasado. ¿Cómo ha podido ahogarse? Ya la viste, Joan. Nadaba estupendamente.

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