Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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Kestner se acercó a la ventana y miró hacia el exterior. Nos encontrábamos en una habitación del tercer piso, bajo el tejado con mansardas del hospital. Desde allí podía ver y oír la Gare du Nord, al otro lado de la Rue Maubeuge.

– Pero ¿por qué querría matarte un oficial alemán? Tendría que tener un buen motivo.

Por un momento consideré la posibilidad de sugerirle uno: cualquiera que me hubiese denunciado a la Gestapo por Mischling tendría, pensé, una excelente razón para matarme. En vez de eso, sin embargo, dije:

– No siempre he sido bien visto por nuestros amos políticos. ¿Recuerdas como era la Kripo antes de 1933? Por supuesto que sí. Eres la única persona en París a la que puedo hablar de esto, Paul. El único en quien puedo confiar.

– Me alegra saberlo, Bernie. Y sólo para que conste, te diré que pasé la mayor parte de la noche en el One-Two-Two. El burdel.

– No olvides que todos tienen que firmar al entrar y salir del hotel -dije-. Podría comprobar sin problemas si estuviste anoche en el hotel.

– Tienes razón. Lo había olvidado. Siempre has sido mejor detective que yo. -Se apartó de la ventana y se sentó en el borde de la cama-. Estás vivo, y eso es lo que importa. No tienes que preocuparte por Mielke. Estoy seguro de que lo encontraremos. Puedes decirle a Heydrich que si aún sigue en alguno de esos campos de concentración franceses, lo encontraremos, tan seguro como decir amén en un oficio religioso. Puedes regresar a Berlín con plena confianza en que mañana volaremos allí y nos ocuparemos de todo.

– ¿Qué te hace suponer que no iré contigo?

– El médico ha dicho que necesitarás varios días para recuperarte y estar en condiciones de reanudar tu trabajo -dijo Kestner-. Seguramente querrás volver a casa para recuperarte.

– Estoy trabajando para Heydrich, ¿lo recuerdas? Es como el dios de Abraham. No es buena idea arriesgarse a sufrir su cólera, porque las consecuencias pueden ser fulminantes. No, mañana estaré en ese avión aunque tenga que atarme al tren de aterrizaje. No sería mala idea. El doctor dice que necesito tomar aire fresco.

Kestner se encogió de hombros.

– De acuerdo. Si tú lo dices… Es tu suerte la que está en juego, no la mía.

– Así es. Además, ¿qué podría hacer aquí en París? ¿Ir a la Maison Chabanais o al One-Two-Two? ¿O a algún otro prostíbulo?

– El coche saldrá del Hotel du Louvre para Le Bourget a las ocho de la mañana. -Kestner me dirigió una mirada de exasperación y cansancio y se golpeó el costado del muslo con la gorra. Luego se fue.

Cerré los ojos y me entregué a un largo acceso de tos. Pero no estaba preocupado. Me encontraba en un hospital, y en los hospitales la gente siempre acaba sintiéndose mejor. O casi siempre.

18

FRANCIA, 1940

A la mañana siguiente, muy temprano, vino a recogerme un coche de las SS y me llevó de regreso al hotel para recoger mis cosas y partir hacia el aeropuerto. París aún no se había despertado, pero cualquier francés decente preferiría cerrar los ojos para no ver la ciudad. Un destacamento de soldados marchaba por los Campos Elíseos; camiones alemanes entraban y salían de un garaje del ejército ubicado en el Grand Palais; y, por si a alguien le cupiera alguna duda, en la fachada del Palais Bourbon estaban erigiendo una gran V de victoria y un cartel que decía «Alemania victoriosa está en todas partes». Era un soleado día de verano, pero París parecía tan deprimente como Berlín. A pesar de todo, me sentía mejor. Ante mi obstinada petición, el médico del hospital me había puesto de drogas hasta las cejas. Dijo que eran anfetaminas. Fuesen lo que fuesen, me sentía como si San Vito me llevara de la mano. Eso no me aliviaba el dolor del pecho y la garganta después de tantos vómitos, pero estaba preparado para volar. Lo único que necesitaba ahora era volver al hotel, ponerme el uniforme y encontrar un bonito y alto edificio desde donde despegar.

El director del hotel se alegró mucho al verme entrar por mi propio pie. Se habría alegrado aunque me hubiese visto en un florero. Es malo para el negocio que los huéspedes mueran en sus habitaciones. Estaba vivo y eso era lo único que importaba. Mi habitación estaba cerrada, debido al fuerte olor de los productos químicos, y habían llevado mi ropa a una habitación de otro piso. Pareció tranquilizarse aún más cuando le dije que me iba al sur, a Biarritz, durante unos días. Dije que quería subir a mi nueva habitación y que deseaba darle las gracias a la doncella que me había salvado la vida, y me respondió que se ocuparía de todo inmediatamente.

Luego fui arriba y saqué mi uniforme gris de campaña del armario. Desprendía un fuerte olor químico o a gas y me provocó una fuerte sensación de náuseas mientras recordaba haberlo respirado. Abrí la ventana, colgué mi uniforme allí un para que se ventilara y me lavé la cara con agua fría. Llamaron a la puerta y fui a abrirla con las rodillas aún temblorosas.

La doncella era más bonita de lo que recordaba. Arrugó la nariz, no sé si por efecto del olor de los productos químicos o por el color de mi uniforme. Supongo que sería por el olor; en verano de 1940 sólo los alemanes, los checos y los polacos tenían buenos motivos para temer al gris de campaña del uniforme de un capitán de la SD.

– Gracias, mademoiselle, por salvarme la vida.

– No tiene importancia.

– Quizá no para usted, pero significa mucho para mí.

– No tiene muy buen aspecto -comentó.

– Creo que me siento mejor de lo que parece. Pero es probable que se deba a la inyección que me han hecho desayunar esta mañana.

– Eso está muy bien, pero ¿qué pasará a la hora de la cena?

– Si vivo hasta entonces se lo haré saber. Como le acabo de decir, mi vida significa mucho para mí. Así que si quiere hacerme un favor, relájese. No es esa clase de favor. Debajo de este uniforme no soy tan mal tipo. ¿Qué le parecería adquirir experiencia en un hotel de verdad? No me refiero a hacer camas y limpiar lavabos. Me refiero a la administración del hotel. Es lo que le quiero ofrecer. En Berlín. En el Adlon. No es que haya nada malo en este lugar, pero me parece que París está muy bien si eres alemán, pero no tanto si eres de algún otro sitio.

– ¿Usted haría eso por mí?

– Lo único que necesito de usted es un poco de información.

Me sonrió con coquetería.

– ¿Se refiere al hombre que intentó matarle?

– ¿Ve lo que le decía? Sabía que es demasiado inteligente para estar limpiando lavabos.

– Inteligente, sí. Pero también estoy confusa. ¿Por qué un oficial alemán querría asesinar a otro? Después de todo, Alemania avanza victoriosa por todas partes.

Sonreí. Me gustaba su estilo.

– Es lo que pretendo averiguar, señorita…

– Matter. Renata Matter. -Asintió-. De acuerdo, comandante.

– Capitán. Capitán Bernhard Günther.

– Quizá le asciendan. Si no le matan antes.

– Siempre cabe la posibilidad. Por desgracia, creo que es mucho más difícil que me asciendan a que me maten. -Comencé a toser de nuevo y continué haciéndolo para aumentar el efecto teatral; al menos, eso es lo que me dije.

– Le creo. -Renata me sirvió un vaso de agua. Se movía con gracia, como una bailarina. También lo parecía por ser pequeña y delgada. Su pelo era oscuro y muy corto, un poco masculino quizá, pero me gustaba. Lo que antes veía en ella como una apariencia hogareña, ahora me parecía un signo de belleza juvenil muy natural.

Me bebí el agua.

– ¿Qué le hace pensar que alguien intentó matarme?

– Que no tendría que haber un extintor de incendios en su habitación.

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