Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– Soy suiza. Crecí hablando francés, alemán e italiano. Mi padre dirige un hotel en Berna. Vine a París para adquirir experiencia.

– Entonces tenemos algo en común -le dije-. Antes de la guerra yo trabajaba en el Hotel Adlon en Berlín.

Ella se mostró impresionada; yo lo había dicho con la intención de impresionarla, por supuesto, porque no carecía de encantos. Tenía un aspecto hogareño, y yo estaba de humor para pasarlo bien recordando el hogar y las chicas hogareñas. Cuando acabó su trabajo, le di un puñado de dinero alemán y el resto de mis cigarrillos, sin otra razón que la de desear que ella pensara que yo era mejor de lo que yo pensaba sobre mí mismo. Sobre todo del hombre que veía reflejado en el espejo de la puerta del armario. En una patética fantasía, me la imaginé regresando de madrugada, llamando a mi puerta y metiéndose en mi cama. Tal como las cosas sucedieron, no me equivoqué demasiado. Pero aquello fue más tarde, y cuando se marchó deseé no haberle dado mis últimos cigarrillos.

– Bueno, al menos no te quedarás dormido con un cigarrillo en la mano y le pegarás fuego a la cama, Günther -dije, con un ojo puesto en el extintor de incendios de latón colgado en una esquina de la habitación, junto a la puerta. Cerré las ventanas, me desnudé y me metí en la cama. Durante un rato yací sintiéndome un poco ebrio, mirando el techo desnudo y preguntándome si, después de todo, debería ir a la Maison Chabanais. Quizá me habría levantado para ir allí de no haber tenido que ponerme de nuevo las botas de montar. Algunas veces la moralidad es sólo el corolario de la pereza. Además, era agradable sentirme de nuevo envuelto en el lujoso mundo de un gran hotel. La cama era buena. Me dormí deprisa y puse fin a los pensamientos de lo que podría estar perdiéndome en la Maison Chabanais. Un sueño profundo que adquirió una profundidad antinatural a medida que avanzaba la noche y puso punto final a mis pensamientos sobre la Maison Chabanais, París y mi misión. Un sueño que estuvo a punto de acabar conmigo.

17

FRANCIA, 1940

Me dije a mí mismo que debía de haber soñado todo aquello. Estaba de nuevo en el refugio subterráneo. Tenía que estar ahí o, si no, ¿cómo podía oler a gaulteria aquel ungüento? Lo utilizábamos como calentador de invierno para la piel cortada o lastimada de las manos en los meses más fríos, que en las trincheras eran casi todos. El ungüento también era excelente para las friegas en el pecho cuando teníamos fiebre, catarro o la garganta irritada, lo cual, debido a los piojos, el hacinamiento y la humedad nos pasaba siempre. Algunas veces incluso nos untábamos la nariz con un poco de ese potingue, para amortiguar el hedor a muerte y decadencia.

Me dolía la garganta. Tenía tos. Sentía el frío en mi pecho y algo más, pero esta vez no era el ungüento. Era una enfermera que estaba encima de mí, y yo le levantaba la falda para que pudiese montarme correctamente. Sólo que no era una enfermera, sino una doncella de hotel, una bonita chica de Berna, que después de todo, había venido a hacerme compañía. Le busqué los pechos y ella me abofeteó con fuerza, dos veces, lo bastante fuerte como para cortarme el aliento y hacerme toser un poco más. Me retorcí hasta salir de debajo de ella y vomité en el suelo. Ella saltó de la cama y, tosiendo, fue a la ventana, la abrió de par en par y sacó la cabeza por un momento antes de acercarse a mí, sacarme de la cama e intentar arrastrarme hacia la puerta.

Continuaba tosiendo y vomitando cuando llegaron dos hombres en bata blanca y me transportaron en una camilla. Una vez fuera del hotel, en el Boulevard Raspail, comencé a sentirme un poco mejor cuando pude llenar mis pulmones con el aire fresco de la madrugada.

Me llevaron al hospital Lariboisière, en la Rue Ambroise-Paré. Allí me inyectaron suero en el brazo y un médico del ejército alemán me dijo que me habían gaseado.

– ¿Gaseado? -pregunté, con un jadeo-. ¿Con qué?

– Tetracloruro de carbono -dijo el doctor-. Al parecer, el extintor de incendios de su habitación estaba deteriorado. De no haber sido por la doncella, que detectó el olor a través de la puerta de su habitación, probablemente estaría muerto. El tetracloruro de carbono se convierte en un fosgeno cuando se mezcla con el aire, y por eso apaga el fuego. Lo sofoca. A usted también estuvo a punto de apagarlo. Es usted un hombre afortunado, capitán Günther. De todas maneras nos gustaría retenerle aquí por algún tiempo, para controlar su hígado y sus funciones renales.

Comencé a toser de nuevo. Me dolía la cabeza como si me hubiese caído encima la Torre Eiffel, y tenía una sensación en la garganta como si hubiese intentado tragármela. Pero al menos estaba vivo. Había visto a muchos hombres gaseados en Francia y esto no se parecía en nada a aquello. Al menos no estaba vomitándolo todo. Tienes que haber visto a un hombre vomitar dos litros de líquido amarillo cada hora, ahogándose en sus propios mocos, para saber lo terrible que es morir de un ataque de gas. Se decía que Hitler había sido gaseado y que había estado ciego por un tiempo; si eso fuera cierto, explicaría muchas cosas. Cuando lo veía en un noticiario gritando como loco, gesticulando como un salvaje, golpeándose el pecho y ahogándose en su odio hacia los judíos, los franceses y los bolcheviques, siempre me recordaba a alguien a quien acabaran de gasear.

A última hora de la tarde empecé a sentirme mejor. Lo bastante bien como para recibir a un visitante. Era Paul Kestner.

– Me han dicho que has tenido un accidente con un extintor de incendios. ¿Qué hiciste? ¿Te lo bebiste?

– No era esa clase de extintor.

– Creía que sólo los había de un tipo. De esos que apagan el fuego.

– Éste era de los que apagan el fuego con productos químicos. Elimina todo el oxígeno. Es lo que me pasó a mí.

– ¿Alguien te pilló fumando en la cama?

– Me he pasado la mayor parte del día preguntándomelo. No me gusta ninguna de las respuestas.

– Como cuáles, por ejemplo.

– Yo solía trabajar en un hotel. El Adlon en Berlín. Allí aprendí mucho sobre lo que se hace y no se hace en los hoteles. Una de las cosas que no se hacen es poner extintores de incendios en los dormitorios. Por si acaso un huésped se emborracha y decide apagar las cortinas. Otra razón para no hacerlo es que muchos extintores son más peligrosos que el fuego que deben apagar. Es curioso, porque no recuerdo haber visto ningún extintor en mi habitación cuando llegué al Lutétia. Pero anoche sí lo había. De no haber estado borracho, quizás hubiese prestado más atención.

– ¿Estás sugiriendo que alguien lo manipuló?

– A mí me parece tan obvio que me pregunto por qué te sorprendes.

– ¿Sorprendido? Sí, por supuesto que estoy sorprendido, Bernie. Estás insinuando que alguien intentó asesinarte en un hotel lleno de policías.

– Manipular un extintor de incendios es la clase de cosas que un poli sabría hacer. Además, ninguno de nosotros tiene la llave de su habitación en el Lutétia.

– Porque todos estamos en el mismo bando. No puedes pensar que un alemán haya intentado matarte.

– Es lo que creo.

– ¿Y por qué no un francés? Después de todo, acabamos de derrotarles en una guerra. Sigo pensando que ha sido un accidente, pero si lo ha provocado alguien tendría que ser uno de ellos. Quizás un conserje. O algún camarero patriota.

– Y entre todos los cabrones a los que podría matar, tuvo que escogerme a mí al azar, ¿no es así? -Sacudí la cabeza, y el gesto me provocó otro violento acceso de tos.

Kestner llenó un vaso de agua y me lo pasó.

Lo bebí y recuperé el aliento.

– Gracias. Además, ¿qué clase de personal contratan en los grandes hoteles? Matar a un huésped va en contra de todos sus principios. Aunque sea un huésped al que quizás odien.

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