Jussi Adler-Olsen - La mujer que arañaba las paredes

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La mujer que arañaba las paredes: краткое содержание, описание и аннотация

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En Copenhague, el policía Carl Mørck está atravesando una de las épocas más negras de su vida. Tras ser sorprendido por el ataque de un asesino, un compañero suyo resulta muerto y otro gravemente herido. Su sentimiento de culpabilidad aumenta cuando su jefe y la prensa dudan de su actuación. Relegado a un nuevo departamento dedicado a casos no resueltos, Carl Mørck ve una oportunidad de demostrar su valía al descubrir las numerosas irregularidades cometidas en el caso de Merete Lynggaard.
Cuando en 2002 esta mujer, una joven promesa de la política danesa, desapareció mientras realizaba un viaje en ferry, la policía decidió cerrar el caso por falta de pruebas. Sin embargo, Merete Lynggaard sigue viva aunque sometida a un terrible cautiverio. Encerrada y expuesta a los caprichos de sus secuestradores, sabe que morirá el 15 de mayo de 2007. Carl Mørck ha de utilizar todo su ingenio e intuición.

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2007

Lo que Assad encontró por casualidad estaba escrito en el atestado de Tráfico sobre el accidente mortal del día de Nochebuena de 1986 en el que fallecieron los padres de Merete Lynggaard. En él se hablaba también de que murieron tres personas en el otro coche. Se trataba de un niño recién nacido, una niña de sólo ocho años y el conductor del coche, Henrik Jensen, el cual era ingeniero y fundador de una empresa, llamada Jensen Industries, pero en el informe no estaban seguros sobre ese punto, como indicaba una linea de signos de interrogación escritos en el margen. Según una nota escrita a mano, debía de tratarse de «una empresa floreciente que fabricaba contenedores herméticos de acero para gas». Después había una frase corta bajo la nota: «El orgullo de la industria danesa», probablemente citada por algún testigo.

Sí, Assad había recordado bien. El chófer del otro coche que resultó muerto se llamaba Henrik Jensen. Desde luego, aquel nombre se parecía muchísimo a Lars Henrik Jensen. No podía decirse que Assad fuera tonto.

– Saca otra vez las revistas, Assad -ordenó Carl-. Puede que hicieran públicos los nombres de los supervivientes. No me extrañaría que el chico del otro coche se llamara Lars Henrik, como su padre. ¿Ves su nombre por alguna parte?

Se arrepintió de la distribución de roles y extendió la mano.

– Dame un par de revistas. Sí, y un par de esos -dijo, señalando los recortes de periódicos.

Eran unas imágenes repulsivas, colocadas junto a las de gente despreocupada con sed de fama. El mar de llamas que rodeaba al Ford Sierra lo había devorado todo, cosa que documentaban los restos negros calcinados. Fue un auténtico milagro que un par de trabajadores de asistencia en carretera pasara por allí y liberase a los siniestrados antes de que todo ardiera. Según el atestado de Tráfico, los bomberos no llegaron tan rápido como de costumbre debido al peligro que suponía la calzada resbaladiza.

– Aquí dice, o sea, que la madre se llamaba Ulla Jensen, y que se rompió ambas piernas -intervino Assad-. No sé cómo se llamaba el chico, no lo dicen, lo llaman simplemente «el hijo mayor del matrimonio». Pero tenía catorce años, eso sí que lo dicen.

– Encaja con el año en que nació Lars Henrik Jensen, si es que podemos fiarnos de ese número de registro civil manipulado que nos dieron en Godhavn -afirmó Carl mientras examinaba unos recortes de la prensa amarilla.

En el primero no había nada. El reportaje estaba colocado junto a enredos políticos triviales y pequeños escándalos. Era un diario especializado en seguir recetas concretas en las noticias que vendía, independientemente de lo que fuera, y ese brebaje era en apariencia inagotable. Si cambiara aquel diario de cinco años antes por uno de ayer, tendría que fijarse con detenimiento para saber cuál era el más reciente.

Soltó unos juramentos sobre los medios de comunicación mientras hojeaba el siguiente periódico, y llegó a la página en que aparecía el nombre. Allí estaba, negro sobre blanco. Exactamente como lo había esperado.

– ¡Aquí está, Assad! -gritó mientras sus ojos se clavaban en la noticia. En aquel momento se sentía como el halcón que divisaba a su presa mientras se deslizaba por encima de los árboles y después atacaba. Una pieza fantástica. La presión sobre el pecho cedió, y una forma especial de alivio recorrió el organismo de Carl-. Escucha lo que pone, Assad: «Los supervivientes del coche que torpedeó el automóvil del mayorista Alexander Lynggaard fueron la esposa de Henrik Jensen, Ulla Jensen, de cuarenta años, uno de los mellizos recién nacidos y su hijo mayor, Lars Henrik Jensen, de catorce años».

Assad dejó caer el recorte que tenía en las manos. Sus ojos castaño oscuro se achicaron entre las patas de gallo.

– Pásame el atestado de Tráfico, Assad-pidió Carl.

Lo cogió. Tal vez aparecieran los números de registro civil de todos los implicados. Deslizó el dedo índice por encima del relato del accidente y sólo encontró los números de los dos chóferes: los padres de Merete y de Lars Henrik.

– Si tienes el número del padre del chico, ¿no puedes saber enseguida el del hijo, Carl? Así podríamos compararlo con el que nos dieron en el orfanato.

Carl asintió en silencio. No parecía difícil.

– Veré qué puedo encontrar sobre la biografía de Henrik Jensen -añadió-. Tú mientras tanto puedes pedirle a Lis que compruebe los números. Dile que buscamos la dirección de Lars Henrik Jensen. Si no tiene domicilio en Dinamarca, pídele que mire el de la madre. Y si Lis encuentra su número de registro civil, que saque copias también de los domicilios que ha tenido desde el accidente. Llévate el expediente. Vamos, Assad, date prisa.

Buscó «Jensen Industries» en Internet, pero no obtuvo resultado. Después buscó «contenedores herméticos de acero para reactores atómicos», lo que dio como resultado diversas empresas de Francia y Alemania, entre otros países. Después añadió a la búsqueda las palabras «revestimientos para sistemas de contención», que según tenía entendido abarcaba más o menos lo mismo que «contenedores herméticos de acero para reactores atómicos». Tampoco obtuvo resultado.

Cuando iba a darse por vencido encontró un documento PDF que mencionaba una empresa de Køge, y allí aparecía la frase «el orgullo de la industria danesa», exactamente la misma formulación empleada en el atestado de Tráfico. O sea, que era muy posible que la cita proviniese de allí. Dio las gracias mentalmente al agente de Tráfico que había investigado el caso algo más profundamente de lo normal. Seguro que había terminado en la Policía Criminal, Carl se jugaría el cuello.

No avanzó más con Jensen Industries. El nombre debía de estar mal. Una llamada al registro mercantil le proporcionó la información de que no había ninguna empresa registrada a nombre de ningún Henrik Jensen con ese número de identificación. Carl dijo que era imposible, y le dieron tres explicaciones posibles. La empresa podía estar en manos extranjeras, podía estar registrada en otro grupo de propietarios o podía ser parte de una sociedad de cartera y estar registrada a nombre de esa sociedad.

Carl cogió el bolígrafo y tachó del cuaderno el nombre de la empresa. En aquel momento Jensen Industries no era más que una mancha blanca en el paisaje de la alta tecnología.

Encendió un cigarrillo y observó cómo se quedaba el humo allí arriba, bajo el sistema de tuberías. Un buen día las alarmas de humo del pasillo iban a olerlo y obligarían a todo el personal del edificio a salir a la calle armando un tumulto infernal. Sonrió, dio una calada bien profunda y expulsó una densa humareda hacia la puerta. Aquello pondría fin a su pequeño pasatiempo ilegal, pero imaginarse a Bak, Bjørn y Marcus Jacobsen en la calle mirando temerosos y cabreados hacia sus despachos con cientos de metros de estanterías con archivos llenos de monstruosidades casi haría que valiera la pena.

Entonces recordó lo que le había dicho John Rasmussen, el de Godhavn. Le dijo que el padre de Átomos, alias Lars Henrik Jensen, posiblemente había tenido que ver con la estación de pruebas atómicas de Risø.

Carl marcó el número. Tal vez fuera un callejón sin salida, pero si alguien sabía algo sobre contenedores herméticos de acero para reactores atómicos, tenía que ser la gente de Risø.

La persona que respondió la llamada fue muy amable y lo puso en contacto con un ingeniero llamado Mathiasen, quien lo pasó a alguien que se llamaba Stein, quien a su vez lo puso con alguien que se llamaba Jonassen. Cuanto más avanzaba, más viejos parecían. El ingeniero Jonassen se presentó simplemente como Mikkel y dijo que estaba ocupado. Sí, claro que tenía cinco minutos para atender a la policía, ¿de qué se trataba?

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